Sandra y yo
El hecho de que Elena hubiera accedido a verse conmigo en
aquella cafetería ya era una buena señal. Sin embargo, me asustaba no saber
cuál sería su reacción al verme después de tantos años. Así lo indicaban la
tibieza del vidrio apretado entre mis manos, las finas gotas de sudor debajo de
la nariz, la garganta impulsando hacia el estómago una saliva que no existía.
Era un local céntrico y concurrido, los dos coincidimos en
que sería lo más adecuado. En él las voces ajenas se percibirían como ruido
protector y las nuestras se perderían entre el tumulto de camareros y clientes.
Situado en una mesa frente a la puerta, podía ver el entrar y salir de toda esa
gente desconocida, esperar a que en cualquier momento, por fin, una cara femenina
que yo recordaría sin dificultad, atravesara el umbral.
Elena entró decidida en la cafetería y se dirigió a mi mesa
sin titubeos, sus botas negras hasta la rodilla acentuaban un paso casi
marcial. Se giró un segundo hacia el camarero que estaba tras la barra y pidió
un café, se sentó frente a mí y esperó que moviera ficha sin desviar sus ojos
ni un momento del camino que llevaba a los míos. Me sentí intimidado, no supe
qué decir, no había previsto tal actitud por su parte, tan distinta de la que
hubiera adoptado la adolescente insegura de la que yo, no menos inseguro que
ella, decidí huir.
-No será fácil –dijo al fin, viéndome incapaz de reaccionar.
Creo que nunca te habrá buscado, apenas
ha preguntado por ti. A decir verdad, Sandra piensa que estás muerto. Eso es lo
que hemos mantenido durante todos estos años.
Aquellas palabras cayeron sobre mí como un jarro de agua
fría y sin embargo, aunque resulte difícil de entender, me sentí aliviado.
Sabía que había obrado mal alejándome de aquella niña incluso antes de que
naciera, pero en ese momento me liberaba en cierto modo saber que, tristemente,
no solo yo había cometido errores importantes. Su propia madre, durante
diecisiete años, aún con la segura intención de protegerla, había negado a
Sandra la posibilidad de unir las piezas de su rompecabezas vital.
-Sandra… qué nombre tan bonito – no se me ocurrió otra cosa
que decir.
-Sé que tu intención de recuperar a nuestra hija puede
perjudicar mi relación con ella cuando sepa que he mentido sobre ti, pero no
voy a interponerme entre vosotros –añadió Elena, obviando mi tonto comentario.
Siempre he tenido en mente que este momento podía llegar, no me sorprendió tu
petición cuando me localizaste en las redes sociales.
No dejaba de asombrarme. Debajo de esa nueva piel recién
descubierta de mujer dura y fría que se había presentado ante mí minutos antes,
había una persona madura y comprensiva, dispuesta a dejar atrás los razonables
rencores e incluso, sacrificar la confianza que nuestra hija hubiera depositado
en ella durante mi ausencia. Sin duda, Elena era mucho más valiente de lo que
yo había sido jamás.
-No sabes cuánto te lo agradezco. Supongo que no habrá sido
fácil criar una niña, siendo tan joven. ¿Cómo estás, has sido feliz, eres feliz?
-Si quieres puedes conocerla esta misma noche –me ofreció
como respuesta. Era evidente que una cosa era allanar el camino para que
pudiera encontrarme con mi hija y otra muy distinta, permitirme acercarme a
ella misma. Sandra terminará su clase de francés en hora y media –siguió
diciendo- podemos esperar en casa, allí estaréis más tranquilos.
Elena vivía en un barrio a las afueras de los de toda la
vida, con sus tiendas de comestibles, sus bancos de madera y su quiosco de
prensa. En el segundo piso de un edificio de cuatro plantas sin ascensor abrió
la puerta de su vivienda, pequeña y acogedora. Me invitó a ocupar un sillón
orejero y me ofreció algo de beber. Se sentía el mimo con que las cosas habían
sido colocadas cada una en su lugar, me tranquilizó la sensación de que en esa
coqueta casita de muñecas debían haber sido muy felices.
Hablamos poco antes de que la puerta de la casa se abriera
de nuevo y una preciosa muchacha irrumpiera distraída en el salón. Vi a mi
madre en sus ojos verdes y su pelo rizado del color de la tierra mojada, tuve
que asirme con fuerza a los brazos del sillón para no abalanzarme sobre ella y
contarle lo arrepentido que estaba, decirle lo mucho que había pensado en ella
sin saber siquiera que era ella y no él, que no había dado antes ese paso por
miedo al rechazo, por pura cobardía.
-Hola, Sandra, cariño. Ven, siéntate aquí –dijo Elena,
interrumpiendo, por suerte, mis atropellados pensamientos. Te presento a Luis.
-Sandra… yo… -escapó de mi boca torpe antes de que la muchacha
sellara suavemente mis labios con su dedo índice.
-No es necesario que digas nada, papá.
Ilustración: Vito 021
Ilustración: Vito 021
Es un relato excepcional, fuera de serie, y que a mi, particularmente, además, me ha llegado muy dentro. Enhorabuena. Qué manera de contar un tema tan actual, difícil y, al mismo tiempo, tan delicado. Ese final...:-)
ResponderEliminarA veces creemos no saber, o que no saben. Pero la verdad puede esconderse en un final bello. Como este relato.
ResponderEliminarFrida cada vez me gusta más como escribes... enhorabuena, amiga¡¡
ResponderEliminarFrida, me gusta el mimo y cuidado que pones en tu escritura, la delicadeza que tienes al abordar algunos temas que, por su controversia, pueden resultar dolorosos.
ResponderEliminarEnhorabuena por este relato tan extraordinario. Gracias por escribirlo.
Besos y abrazos.
Me engancha leerte Frida, haces tan facil querer seguir leyendote.Buenas noches.Besitos
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