22 de abril de 2014

La máquina número 5


Cualquiera podría pensar que la de cincuenta centavos suena igual que la de un cuarto de dólar y el cuarto de Lucy igual que el cuarto de Steve. Cualquiera que no haya habituado su oído al sonido metálico de las monedas al deslizarse a través de la ranura, durante diez horas al día, seis días a la semana a lo largo cinco años.

Marian aparcó el libro cuando la primera moneda cayó en el depósito del dinero en la máquina número cinco. Apoyó los codos en la mesa y la barbilla entre sus manos dispuestas en forma de copa, dibujó una amplia sonrisa y esperó a que los vaqueros desgastados de Teresa se dieran la vuelta.

─ ¿Qué hay, Marian?

La voz de Teresa sonó deliciosa en una tarde en que el negocio no había ido nada bien y la novela de Marian amenazaba con llegar a su final, mucho antes de la hora de cierre de la lavandería.

─ Aquí estoy, deseando que suceda algo interesante  ─dijo guiñándole un ojo─. Casi no ha habido clientes hoy.

─ Mira, estás de suerte, aquí te llegan dos ─respondió Teresa irónicamente mientras extraía un refresco de la expendedora en la zona de espera.

Los clientes pueden marcharse para continuar con sus quehaceres y volver cuando su ropa esté lavada y seca o esperar en el sofá en uno de los laterales de la sala. Esto último es lo que suelen hacer Teresa y la señora Smith, quien acababa de entrar en el local junto a Lian. Hacía unos dos años que la señora Smith había quedado viuda y vivía sola desde entonces. Sus piernas artríticas solo le permiten salir del apartamento lo imprescindible y aprovecha el rato de la colada para descansarlas y entretenerse con la conversación que Marian le ofrece, pero esa vez tenía prisa. Lian, por el contrario, después de poner en el cesto su ropa recién lavada, se sentó en una esquina de la mesa de trabajo de Marian.

─ ¿Qué tal está tu marido? ¿Está tomando las pastillas que te dije? ─preguntó al tiempo que levantaba una mano para saludar a Teresa.

Lian es un médico joven llegado al barrio hacía poco tiempo, pero su carácter amable y su buena disposición para atender las consultas de sus vecinos hicieron enseguida de él una persona muy querida.

─ Bien, muy bien, la noche pasada apenas tosió ─respondió la trabajadora con un gesto de agradecimiento.

─ Me alegra saberlo. Dile que se tome todo el frasco aunque los síntomas desaparezcan. Bien… me marcho, esta noche tengo una invitada ─añadió al ponerse de pie, volviendo la cabeza para sonreír a su amiga.

─ ¿En serio? ¿La enfermera? Te dije que lo conseguirías, campeón.

De nuevo el local carente de sonidos humanos, solo el ruido circular de las dos únicas lavadoras que a esa hora funcionaban. La máquina número cinco paró un momento para recoger el suavizante del cajetín y Marian puso en marcha la cafetera situada detrás de su silla. Es un trabajo cómodo, está sentada la mayor parte del tiempo y puede leer y hacer crucigramas sin que nadie la vigile, pero terriblemente aburrido. A pesar de ello no lo habría cambiado por ningún otro, no desde hacía siete meses cuando algo inesperado había sucedido. En ello pensaba Marian mientras se servía una taza de café y los dedos de Teresa se deslizaban suavemente por debajo de su pantalón.

3 comentarios:

  1. ¡Vaya! Parece que va a ser necesario poner de nuevo la lavadora nº 5.
    Besitos.

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  2. Muy bien ejecutado, querida amiga. Me gusta. Un beso gordísimo!

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  3. Gracias, Rosa, Laura. Siempre es un placer recibir vuestra visita. Besos para las dos.

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