29 de julio de 2014

La madame

Nuestro amor era penetrante y silencioso. Se materializaba en forma de sexo mudo, solo a veces acompañado de gemidos casi inaudibles que asomaban tímidos a las gargantas. No me eligió por ser la más bonita ni la más joven, al contrario. Hacía mucho que mi cuerpo presentaba los signos inequívocos del paso de los años y de tantos servicios en la profesión. En aquel tiempo centraba mi actividad en la gestión del negocio heredado de mi madre, pero Martin era distinto a todos los demás y lo que empezó siendo una excepción pronto se convirtió en una llovizna pertinaz que me caló hasta los huesos.

Martin era un ser melancólico. Aparecía sin avisar, con su camisa abierta hasta el ombligo y su barba de varios días, un aspecto poco habitual entre los descendientes de los colonos. Si me encontraba de espaldas frente al tocador se aproximaba por detrás y me besaba la nuca. Me giraba y atraía mi cabeza hacia su vientre con los dedos enredados en mi pelo; si me encontraba descansando sobre la cama se tumbaba junto a mí y pegaba su mejilla a mi pecho. De una u otra forma así permanecíamos varios minutos, sumergidos en la inmovilidad. Tan solo a veces, cuando se iba, intercambiábamos nuestras únicas palabras: «¿Por qué yo?» le preguntaba. «Porque callas, porque siempre sabes lo que hacer». Después se perdía sigilosamente, hasta que otro día indeterminado aparecía y repetíamos nuestro ritual.

Decía un novelista que conocí que cuando algo sucede, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo. Lo que sucedió se llamaba Lily. Su belleza lánguida y sosegada encandilaba a los clientes. Todo en ella era menudo y aunque no era la chica más joven del burdel, su sonrisa inocente, sus pechos pequeños casi infantiles, sus caderas como a medio formar, atraían a los hombres de uno y otro lado del lago. El negocio prosperó mucho con su llegada y pude enviar importantes sumas de dinero a mi hija, quien entonces vivía en Europa junto a su padre. Todo iba bien. Hasta que él se enamoró de Lily.

Martin espació las visitas a mi alcoba cada vez más hasta que dejaron de existir. Intuí desde el principio que se encontraban a escondidas y una noche los vi. La imagen de sus cuerpos enlazados en el porche trasero me persiguió durante meses. De nada me sirvió la experiencia acumulada por el trato con hombres de toda condición, el saber cómo funcionan sus mentes. Los celos me devoraban. Después de tantos años las pasiones más primarias habían quedado al descubierto y no sabía cómo manejarlas. A eso nadie me había enseñado.

En aquella tierra la densidad del aire marcaba el paso de la mayoría de los acontecimientos y también la locura de sus habitantes. Una tarde se volvió muy pesado. El ventilador apenas podía moverlo y costaba respirar. Comenzaba a anochecer cuando las chicas acudieron al salón principal entre gritos, también los escasos clientes que a esas horas nos acompañaban. Lily estaba tumbada inmóvil sobre uno de los divanes, tenía un círculo rojo en la frente. Martin apareció a mi espalda de la nada, como solía hacer, y me tomó delicadamente por los hombros. Intenté abrazarlo pero me lo impidió. Al girar la cabeza hacia mi mano lo comprendí: el maldito revólver todavía humeaba.

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Imagen: Mujer frente al espejo (Miklos Mihalovits).

3 de julio de 2014

Diario de medias noches


Al principio no entendía la importancia de este pequeño bollo para que encabezara todas las jornadas en los diarios de Beatriz. Me llevó muchas páginas comprender que los días en la casa de mis antepasados se clasificaban por el estado de las medias noches que la misma Teresa Solís, mi bisabuela, preparaba para merendar. Un bollo tierno y esponjoso indicaba que la vida había transcurrido con normalidad. Por el contrario, la miga seca, perteneciente a las medias noches sobrantes de la tarde anterior, era señal inequívoca de tormenta. A veces la chiquilla hacía referencia al relleno de jamón ahumado y en la hoja del día ya no aparecían las jaquecas de Teresa ni ningún otro de sus males físicos, sino algo mucho más profundo, una enfermedad interior que la llevaba a la locura y convertía la casa en algo parecido al infierno. Con el tiempo aprendí a interpretar los mensajes cifrados en los cuadernos en los que la frágil Beatriz no dejó nunca de escribir. Quizás albergaba la esperanza, siquiera sin conocerme, de que casi un siglo después, entre los trastos inútiles en el interior de un baúl, los encontrara casualmente y reconstruyera una parte de la historia familiar, tan distinta de como siempre me habían contado.

Supe que las mujeres pasaban mucho tiempo solas. Gabriel Collado, mi bisabuelo, hacía frecuentes viajes a Cuba para atender sus negocios madereros. A pesar de encomendarse a los mejores médicos Teresa no logró darle la familia numerosa que deseaba y solo quedó embarazada una vez, de la abuela Isabel. Beatriz llegó más tarde y llenó a Gabriel de alegría primero y de tristeza después, cuando la niña comenzó a enfermar.  Teresa, al saber que no tendría más hijos, había cedido ante la insistencia de su marido y la adoptaron cuando la madre murió joven tras servir en la casa durante años. Beatriz era una niña inteligente, dulce, alegre incluso cuando pasaba sus días en la cama. Era una enfermedad lenta y cruel la que se adueñaba de ella poco a poco sin que los médicos encontraran una solución. Había aprendido a vivir con esa debilidad perpetua que borraba el color de sus mejillas, pero sobre todo, aceptaba su posición en la casa como si se tratara de un pago ineludible por su orfandad, había aprendido a vivir con Teresa.

«Hoy las medias noches no estaban tiernas», escribió en su cuaderno un día cualquiera, porque eran muchos los días en que Teresa se veía aquejada por sus dolores de cabeza, especialmente cuando Gabriel volvía a España y se enzarzaban en sus discusiones. Beatriz, sin pretenderlo, era protagonista de ellas. Una mañana, siendo aún pequeña, casi al mismo tiempo que Teresa, había descubierto el secreto de mi bisabuelo: Gabriel era su padre. Ya desde mucho antes de conocer su origen la niña tenía el hábito de escribir, trivialidades al principio y con el empeoramiento de su salud, cosas cada vez más importantes. «Hoy he encontrado un poco de moho en el jamón de las medias noches», anotó una tarde en que el agotamiento se había apropiado de su cuerpo. Había dejado de tolerar muchos alimentos y los brazos y las piernas le dolían. Contaba en esa página que Teresa enloqueció aquella mañana, ya no ocultó el odio que sentía y escupió toda su rabia en forma de palabras hirientes. No fue casualidad que los primeros síntomas de la enfermedad de la muchacha aparecieran al descubrir la identidad de su padre. El rencor no solo había envenenado el alma de Teresa, también el cuerpo de la niña, pero ya era tarde, Beatriz se consumía.

Intuyo que al morir Beatriz a la edad de diecisiete años Gabriel se encontró solo y sin nada útil a lo que dedicar su vida. Le quedaba su otra hija, pero Isabel no tenía los ojos verdes por los que veía el mar tranquilo desde el Malecón en las mañanas soleadas. Esos solo eran los ojos de Beatriz, en los que cobijaba su alma atormentada durante las estancias en España. Isabel no poseía la luz interior de su hermanastra, era incluso en lo exterior una copia de su madre: nariz aguileña, barbilla puntiaguda y unos labios finos y apretados que evidenciaban una personalidad que Gabriel aborrecía. Mi bisabuelo pasó cada vez más tiempo en Cuba hasta que, después de una larga ausencia, volvió en una caja confeccionada con las maderas a las que dedicó gran parte de sus fuerzas. Dicen que murió de un tipo de tuberculosis que arrasó las Antillas en aquellos años. Beatriz y sus cuadernos ya no estaban para contarlo.

Hoy he vuelto a Castroviejo después de un año desde mi única visita a la casa de mis ancestros. He estado con Beatriz. He pedido perdón por los pecados cometidos y he dejado algunas flores en su tumba. Ha sido una conversación silenciosa mientras la pequeña Bea se entretenía en su silla de bebé con una margarita. Las medias noches las tomaré más tarde. Será en nuestra ciudad, en esa cafetería de barrio donde las hacen tan ricas, siempre tiernas.

22 de abril de 2014

La máquina número 5


Cualquiera podría pensar que la de cincuenta centavos suena igual que la de un cuarto de dólar y el cuarto de Lucy igual que el cuarto de Steve. Cualquiera que no haya habituado su oído al sonido metálico de las monedas al deslizarse a través de la ranura, durante diez horas al día, seis días a la semana a lo largo cinco años.

Marian aparcó el libro cuando la primera moneda cayó en el depósito del dinero en la máquina número cinco. Apoyó los codos en la mesa y la barbilla entre sus manos dispuestas en forma de copa, dibujó una amplia sonrisa y esperó a que los vaqueros desgastados de Teresa se dieran la vuelta.

─ ¿Qué hay, Marian?

La voz de Teresa sonó deliciosa en una tarde en que el negocio no había ido nada bien y la novela de Marian amenazaba con llegar a su final, mucho antes de la hora de cierre de la lavandería.

─ Aquí estoy, deseando que suceda algo interesante  ─dijo guiñándole un ojo─. Casi no ha habido clientes hoy.

─ Mira, estás de suerte, aquí te llegan dos ─respondió Teresa irónicamente mientras extraía un refresco de la expendedora en la zona de espera.

Los clientes pueden marcharse para continuar con sus quehaceres y volver cuando su ropa esté lavada y seca o esperar en el sofá en uno de los laterales de la sala. Esto último es lo que suelen hacer Teresa y la señora Smith, quien acababa de entrar en el local junto a Lian. Hacía unos dos años que la señora Smith había quedado viuda y vivía sola desde entonces. Sus piernas artríticas solo le permiten salir del apartamento lo imprescindible y aprovecha el rato de la colada para descansarlas y entretenerse con la conversación que Marian le ofrece, pero esa vez tenía prisa. Lian, por el contrario, después de poner en el cesto su ropa recién lavada, se sentó en una esquina de la mesa de trabajo de Marian.

─ ¿Qué tal está tu marido? ¿Está tomando las pastillas que te dije? ─preguntó al tiempo que levantaba una mano para saludar a Teresa.

Lian es un médico joven llegado al barrio hacía poco tiempo, pero su carácter amable y su buena disposición para atender las consultas de sus vecinos hicieron enseguida de él una persona muy querida.

─ Bien, muy bien, la noche pasada apenas tosió ─respondió la trabajadora con un gesto de agradecimiento.

─ Me alegra saberlo. Dile que se tome todo el frasco aunque los síntomas desaparezcan. Bien… me marcho, esta noche tengo una invitada ─añadió al ponerse de pie, volviendo la cabeza para sonreír a su amiga.

─ ¿En serio? ¿La enfermera? Te dije que lo conseguirías, campeón.

De nuevo el local carente de sonidos humanos, solo el ruido circular de las dos únicas lavadoras que a esa hora funcionaban. La máquina número cinco paró un momento para recoger el suavizante del cajetín y Marian puso en marcha la cafetera situada detrás de su silla. Es un trabajo cómodo, está sentada la mayor parte del tiempo y puede leer y hacer crucigramas sin que nadie la vigile, pero terriblemente aburrido. A pesar de ello no lo habría cambiado por ningún otro, no desde hacía siete meses cuando algo inesperado había sucedido. En ello pensaba Marian mientras se servía una taza de café y los dedos de Teresa se deslizaban suavemente por debajo de su pantalón.

17 de diciembre de 2013

Suicidio frustrado

Mientras enciende el cigarrillo un tufo intenso le llega a la nariz y Daniel recuerda que el pan sigue en el tostador. Cuando llega a la cocina solo puede rescatar un mendrugo ya carbonizado. Recoge la cuerda y devuelve la banqueta plegable a su lugar bajo la mesa. Jamás realiza un trabajo sin haber desayunado antes.

Imagen: Amparo Barroso



10 de noviembre de 2013

Bendita normalidad

Algo muy importante, pensaba, debía suceder entre dos personas para atrincherarse en sus parcelas de tarima flotante, esperando el momento oportuno para disparar al enemigo. De vez en cuando un ataque sorpresa y la satisfacción de ver al contrincante malherido sobre la alfombra del salón. También, a veces, un proyectil que escapa de su trayectoria y estalla en el cuerpo equivocado. Debe ser eso que llaman daños colaterales.

Siete años de muchos mases y pocos menos. Los niños sanos y guapos; las noches tranquilas, en el sofá, con los pies enlazados; la hipoteca que se paga prácticamente sola; los fines de semana en la sierra con tus padres o en el pueblo con los míos y cuando no, en nuestra casita, sin hacer nada especial pero donde se está tan a gusto. No es que no me pareciera bien, no es eso, pero la normalidad, pensé, nos acostumbra a que todo fluya sin nuestra intervención y a mí me apetecía intervenir, solo un poco.

Este fue el planteamiento. Fue así, de esta manera, cómo una tarde me aposté en el supermercado junto a una de las cajas y observé qué alimentos compra el resto de la gente, porque me parecía que lo de siempre no estaba mal, pero me apetecía sorprenderte con algún nuevo menú. Imaginé aquellas sardinas marinadas, acompañadas de cebollitas francesas y rúcula y me parecieron deliciosas. Fue también por eso que decidí renovar mi lencería para que no te acostumbraras a la sosería del algodón blanco y me compré tres vestidos. Yo misma me sorprendí ante el espejo del probador cuando la tela no bajó más allá de las rodillas: ¡anda, si tengo piernas!


Todo esto es raro, mi amor. Ahora que, tres semanas después, te oigo arrastrar la maleta hacia la puerta y cerrarla detrás de ti, recuerdo cómo empezó nuestra estúpida guerra, como estúpidas, supongo, son todas las guerras: sí, verás, yo quería adornar el plato de sardinas marinadas con salsa de frambuesas y tú con vinagreta.

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Imagen: Francine Van Hove

19 de octubre de 2013

No hay palabras


Hace poco que la ciudad recobró una calma cada vez más breve. Se estira perezoso, despierta el día en Malasaña. Todavía es pronto. Tiene tiempo antes de que el bullicio se haga de nuevo con las calles y los sonidos urbanos lleguen a traspasar las ventanas. Con los pies descalzos y la cabeza aún dormida, inicia su ritual: tango en el aire, café en las venas y humo en el alma.

Los primeros acordes trasladan a Elsa en volandas hasta la cocina. La aguja surcando el vinilo, el café calentando su garganta y el primer cigarrillo entre los dedos. Todo listo para planear, un día más, cómo se lo dirá a Javier. Todavía es pronto, piensa.

Javier, «el Niki», hace la contracultura en los garitos nocturnos de la capital. Su banda se ha hecho un hueco notable y es reclamada en los locales de moda de Madrid. Es precisamente el Rock-Ola donde conoce a Elsa durante una noche de desenfreno, como todas en realidad. Cultivaron una amistad fuera de lo común. El punk y la poeta, les llaman. «No follan, solo son amigos», dicen entre risas otros protagonistas del underground. «¿Solo? ¿Os parece poco?».

Son los ochenta, los años en los que Madrid no duerme.

Hace al menos dos semanas que Elsa no ve a Javier y sabe que estará preocupado. Necesita tiempo para sí misma, para asimilar lo que le viene encima y sin embargo, entiende que, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse a él. No encuentra las palabras, no hay bálsamo para aliviar las consecuencias de tal noticia. La voz de Libertad Lamarque es interrumpida por el sonido del teléfono. Sabe que es Javier y duda. Siguiendo un impulso disparatado descuelga el auricular. «Niña, estoy preocupado, ¿qué tienes?». La pregunta le golpea las sienes, la respuesta le llega a la boca: sida. Silencio al otro lado del hilo.

El bullicio se hace con las calles y los sonidos urbanos traspasan las ventanas, pero ya no le molestan. Se sienta frente a su escritorio y escribe:

Y al fin
aquí estoy,
impasible,
peregrina inmóvil en una escalera de caracol.
Piedra blanca,
mármol frío,
estación Termini de mis pies colgando.
En la cabeza un viejo gorro de papel
y en las manos
cansadas,
desnudas,
abiertas aún las llagas,
el triunfo de todas mis derrotas.

Otra vez el tango, otro sorbo de café. Enciende un nuevo cigarrillo y espera.

El timbre de la puerta no tardará en sonar.


Fotografía: Bernhard Ruth

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Hoy en día muchos pueblos viven todavía en los años ochenta del siglo XX. Ahora sí hay tratamiento, pero no es para ellos.


Muchas gracias, Fanny Herrera, por prestarme tu poema. Querida amiga, hasta siempre.

20 de septiembre de 2013

Nada II

Ha pasado tiempo y sin embargo la habitación se vuelve gris al recordar aquellos meses en Barcelona, retratados minuciosamente por la joven mujer que cada día se sienta a dibujar mis sueños rotos que también fueron los suyos, nuestras ilusiones devastadas por el viento helado de posguerra. A ratos el repiqueteo de la máquina de escribir cesa y su mirada se pierde más allá de la ventana. Es entonces cuando yo, su alter ego, si no conociera la respuesta, le preguntaría: ¿qué ocurre, Carmen? pero la conozco. Ella siempre me respondería: nada, Andrea, no ocurre nada.

Al releer estas líneas un escalofrío me sube por la espalda. Hay muchos otros en su rincón y sin embargo es este libro, abierto por la página de estas palabras suyas, el que ha buscado mis manos. Y es que «nada» es de lo que siempre huyó. Frida o Lydia Cotallo, porque nunca estuvo definido el límite entre la una y la otra,  era una mujer tremendamente sensible, extrema al dar y al esperar de los demás, intensa en la forma de vivir su vida, inútil para gestionar sus emociones. Era una mujer excéntrica, singular, pero sobre todo, era mi madre.

Vivir con ella era una experiencia sumamente divertida a la vez que un continuo sobresalto. Nunca se sabía qué cocinaba en la olla a presión que tenía por cabeza. De repente, sin el más mínimo aviso previo, la olla estallaba por los aires y nos alcanzaban sus ocurrencias disparatadas, muchas veces, difíciles de digerir. Así era ella, la más novedosa y excitante de las montañas rusas. De pronto, algo cambió.

Aquellos días, que empezaban a ser muchos, pasaban por su vida con una lentitud que le resultaba asfixiante. Poco tiempo antes había hecho nuevos amigos cansada de los viejos, se había cortado el pelo a lo garçon, había renovado su armario, hasta había cambiado de pareja. Todo con tal de no dar lugar al aburrimiento. Intentó, supongo, apoyarse erróneamente en lo que había más allá de su piel, sin ser consciente o sin querer serlo, de que el cambio que necesitaba debía buscarlo en su interior. Aquellos días lentos la llenaron de tedio.

Yo le preguntaba lo que ocurría y su respuesta me dejaba helada, la palabra nefasta retumbaba en su cabeza y en la mía: nada. Y un día, huyendo de ella, se sumió en la más grande de todas, la de la ausencia de ser.

Imagen: Laura Williams


Nota: No encontré seudónimos y nombres más apropiados. Por favor, que nadie se alarme. Soy feliz.

18 de agosto de 2013

Cloe (1934-2007)

Es este espacio indefinido entre lo que fui y lo que llegaré a ser en el que cuestiono el sentido de cuanto me rodea.

Con el andar del tiempo una mujer debe reflexionar sobre sí misma, tomar sus propias decisiones sin esperar que un hombre aparezca para dar sentido a su vida. En este punto me encuentro. Mi madre no es libre, mis hermanas no son libres, menos aún lo serán cuando queden apresadas por el yugo del matrimonio. Sin embargo yo soy diferente. Deseo recorrer el camino de libertad que me llevará a otros mundos, esos en los que quizás las horas y los lugares no caduquen inmediatamente. He meditado durante largo tiempo y he tomado una decisión firme, completamente ajena a arbitrarios caprichos: viajaré lejos, mucho más allá de los Pirineos. París  debe ser una ciudad encantadora, un lugar perfecto donde protegerse de esta mediocridad casposa y asfixiante.

Los domingos se visten de un ligero atractivo en el hogar de los Gutiérrez-Miranda. Después de misa y la tradicional comida familiar el general pasa el resto del día con los caballeros del Círculo y se respira en la casona con una cierta fluidez. En la declinación de la tarde el jardín reaparece de un verde extraordinario. Con aquellos pensamientos Cloe abandona el sillón y se dirige al escritorio frente a la ventana, el brío de un último sol define sus rizos a través del cristal.

Es normal que todas estas ideas me aborden, ya no soy aquella jovencita ingenua y obediente, no me esfuerzo por conservar el lugar de ojito derecho de papá en esta conservadora y rancia familia. Ahora incluso me pregunto sobre la veracidad de Dios con absoluta naturalidad. Algo férreo se rompe en el interior de las personas cuando somos capaces de preguntarnos sobre la existencia o inexistencia de Dios. Las cadenas de la tradición ciega y absurda desaparecen para siempre y dejan en su lugar una capacidad de entendimiento hasta entonces irrelevante. El mundo comienza a vislumbrarse de otros colores y sabores.

Apenas queda tarde por consumir, la casona se despide del leve relajo dominical. Unos pasos rápidos se aproximan desde el fondo del pasillo e interrumpen las reflexiones de Cloe. Se apresura a esconder sus notas bajo la revista de la Sección Femenina de Victoria y garabatea en un papel pretendiendo descuido.

─ Hija, ¿otra vez dibujando? Vas siendo mayor, debes comenzar a ser una señorita responsable. ¿A que no has decidido aún el color de tu vestido para la boda de tu hermana Victoria?

─ ¿Yo? Mamá… ¡si solo tengo trece años!


La madre resopla y se aleja de la habitación lamentándose por la inmadurez de su hija Cloe, tan dependiente, tan distinta a sus hermanas mayores.

25 de julio de 2013

Mi nuevo yo

Llegué al local elegido con diez minutos de retraso, las prisas me impidieron esquivar el enorme espejo que presidía el recibidor desde un lateral y el reflejo de un rostro, al que no terminaba de acostumbrarme, me golpeó con fuerza. Durante un tiempo que no sabría medir quise salir corriendo. En lugar de hacerlo me quedé inmóvil allí en medio, incapaz de adelantar o hacer retroceder mis pies hasta que un camarero de sonrisa afable me rescató de la parálisis. Pedí que me pusiera un café en la barra mientras esperaba a la persona con la que me había citado ─le dije─ y me senté en un taburete alto.

La cafetería rebosaba clientes a esa hora: señoras que custodiaban con celo sus carros de la compra, estudiantes que llenaban las mesas de folios escritos, ejecutivos inmersos en sus periódicos y muchas otras personas de características variadas. Todos ellos compartían espacio con Esteban y conmigo. No me fue difícil localizar la americana negra y el fular gris en una mesa junto a uno de los grandes ventanales. Él plegaba y desplegaba el sobre de azúcar vacío con la mirada hundida en la taza y pensé que había llegado el momento de decidir, entre pagar y marcharme por donde había llegado, o levantarme y acercarme a la mesa de mi admirador. Decidí lo segundo.

─ ¿Esteban? Hola, soy Eva ─levantó la cabeza de la taza y me miró con los ojos muy abiertos─. Entiendo, no te preocupes –añadí. No me dio tiempo a girarme para salir. Se puso en pie de inmediato y retiró una de las sillas invitándome a tomar asiento.

─ Perdona, me ha sorprendido tu altura. Claro, qué tontería, eres modelo. Ahora que la americana ha cumplido su función y me has reconocido sin problemas por fin me la puedo quitar, me estaba asando de calor.

Aquellas palabras desenfadadas me hicieron sentir bien.

Los comentarios de mis seguidores habían descendido estrepitosamente durante esos meses de reclusión, no se actualizaba una fotografía mía desde el accidente que me desfiguró la cara. Amalia no me lo decía pero tampoco necesitaba asomarme por mí misma a las redes sociales para saberlo. Conocía la existencia de Esteban a través de mi amiga y agente. Ella se había esforzado por recuperar mi autoestima del pozo de la depresión y me hablaba del contenido de sus mensajes a diario. Esteban era uno de los pocos fieles seguidores que me quedaban después de tanto tiempo de inactividad.

Aquella mañana me levanté con un renovado entendimiento y decidí que ese día debía ser el primero de una nueva vida. En la ducha dejé que buena parte de mis dudas corrieran hacia el desagüe, disfruté por primera vez en mucho tiempo del tacto de mi piel al extender el aceite de karité comprado meses atrás. Había perdido mucho peso, no fui del todo consciente hasta notarme las costillas bajo los dedos y tener que añadir dos nuevos agujeros al cinturón para ajustarme los vaqueros. Una camiseta blanca, unas bailarinas y un colgante color turquesa completaron el atuendo. Nada de maquillaje, solo una ligera hidratante aplicada mientras colocaba con fingido distraimiento la toalla en su sitio. Fue ese el día en que conocí a Esteban, el mismo en que me propuse aceptar mi nuevo yo. Después de dos años rompimos, como les sucede a tantas otras parejas; nada fuera de lo común: rutina.

Seguramente yo no esperaba que aquel correo cambiara mi vida; seguramente él no esperaba recibir respuesta cuando me invitó a desayunar, pero la recibió:

Nos vemos en una hora en el Café Maravillas.
Besos

Eva

17 de julio de 2013

Pathos

De todo experimento se obtiene un resultado. Lo sé todo sobre ello, llevo toda la vida buscando resultados. Yo mismo soy producto de un experimento sociológico. El pequeño Keith, fabricado a lo largo de su infancia por una sociedad ávida de conocimiento. Querían saber qué resultaría de un niño de seis años odiado y maltratado desde su nacimiento, después de recorrer todas las casas de acogida de Phoenix y lanzarle al abismo sin paracaídas al cumplir la mayoría de edad. ¿Quieren saber lo que resultó? Yo. Alguien incapaz de sentir la más mínima empatía.

Sospeché pronto mi carencia y necesité ponerme a prueba. Me estrené a la edad de ocho años al arrancarle las alas a una mariposa. Se agitaba mientras la sostenía con mis dedos delgaduchos, tres a cada lado, una pinza infalible para cada par de telas membranosas. Un suave tirón y cayó al suelo desde mis cincuenta y tres pulgadas de estatura. Seguía removiéndose esperando quizás el golpe de gracia, mi enérgica pisada. Allí se quedó, en su agitación. Aquel cuerpo peludo no podía estar sufriendo tanto como yo, cuando el novio de mi madre apagaba el pitillo en mi brazo por no tomarme la sopa. Resultado: nada, ni un atisbo de lástima.

Desde entonces he realizado muchas otras pruebas, todas con un resultado similar, pero con el tiempo me volví más ambicioso. ¿Qué se siente al saber que la vida de alguien, en su sentido más estricto, está en tus manos? Dicho de otra forma, ¿qué se siente al matar a uno de tus congéneres? Lentamente, observando cada rictus en su rostro, viendo cómo se le escapa el alma en cada minucioso movimiento de la hoja afilada, oliendo el miedo y el dolor en la cobaya humana.

Intercambiamos nuestras primeras palabras bajo la marquesina del 358. Janice era metódica, disciplinada, seguía cada día una misma rutina. Es una gran paradoja que esas cualidades, en principio positivas, puedan llegar a convertirse en tu peor enemigo, la herramienta perfecta en manos de quien sigue tus movimientos. A las dos semanas ya compartíamos mesa en Honey’s antes de tomar el autobús. Arándanos para ella y vainilla para mí, qué tierno. Al mes comencé a acompañarla hasta el centro comercial Westgate, a solo dos pasos de su casa y por fin, un viernes, después de nuestro habitual batido, accedió a acompañarme al apartamento de la calle Columbus. Veinte años de belleza y candor, el ratón de laboratorio más preciado.

Llegamos al apartamento 26 entre risas y roces de fingida inocencia. Se me cayeron las llaves al intentar abrir la puerta sin soltar las bolsas de papel que contenían nuestra cena. Janice me las devolvió junto a nuestro primer beso. Buen comienzo, la noche prometía. Entre bocados de sushi y sorbos de vino comenzamos el juego de miradas, gestos y caricias sutiles; ella cada vez más confiada, más cómoda y entregada. No puso ningún reparo cuando le propuse un juego algo más perverso. Lanzaba besos al aire mientras yo anudaba la tela alrededor de sus muñecas y descalzaba sus pies para ceñirlos a las patas de la butaca de terciopelo rojo. Noté que se estremecía ligeramente al verme empuñar el cuchillo de cocina. Suavemente, sin esfuerzo, uno a uno, fui cortando los hilos que sujetaban los botones de su blusa. Sigue -me dijo- y eso es lo que hice. La liberé del sujetador con la punta de acero, rasgué la tela de su falda desde la cintura, que cedió con facilidad por la presión de la hoja afilada.

El primer grito llegó con el corte alrededor del ombligo. A mi pesar, tuve que amordazarla. Después de muchos otros su cara aparecía emborronada, sucia por el rímel que corría por las mejillas junto al torrente de lágrimas. Sus ojos me suplicaban clemencia pero yo seguía, trazando diseños imposibles sobre su piel, haciendo brotar una sangre caliente y pegajosa.

Dos horas más tarde el cuerpo de Janice yacía cubierto de rojo sobre la alfombra; sesenta y dos cortes de formas diversas, solo uno, el último, mortal. Los ojos abiertos y la boca torcida mostraban el transcurso de una noche de horror, aunque eso, el horror, solo puedo suponerlo. Resultado: nada, ni un ápice de sentimiento.

¿Qué se siente al acabar con la propia vida? Lentamente, frente al espejo, observando cada rictus en el propio rostro, viendo cómo se escapa el alma corrupta en cada minucioso movimiento de la hoja afilada, oliendo el dolor en la cobaya humana.

4 de mayo de 2013

Contra la pared


22 de marzo de 2013

Pequeños gestos

Siempre había oído decir que eran los grandes acontecimientos los que cambiaban el mundo y sin embargo, a mí me parecía que los pequeños gestos cotidianos, como la gota de agua que cae incesantemente hasta perforar la piedra, pueden llegar a ser mucho más poderosos.

Aquellos días se preparaba en casa el anuncio oficial de mi compromiso con Álvaro Sotomayor y Fuentes. Mamá, conociendo mi temperamento cambiante, me preguntaba una y otra vez por mi estado de ánimo, supongo que necesitaba asegurarse de que no hubiera sorpresas desagradables de última hora. Yo intentaba tranquilizarla diciéndole que no tenía de qué preocuparse, que aunque era un compromiso convenido por nuestras familias, amaba a Álvaro y deseaba casarme con él. De alguna manera, entendía su inquietud; tanto ella como papá, horrorizados, me habían oído decir infinidad de veces que no estaba dispuesta a aceptar determinados convencionalismos, que jamás sería una esposa al uso. Sabía que deseaban impacientemente que llegara la fecha de la boda, como quienes esperan ser librados de una pesada carga soportada durante años. Ingenuos, albergaban la esperanza de que tarde o temprano, sobre todo por la llegada de los hijos, me convirtiera en la señora que se esperaba de mí.

Todavía me sonrío al recordar las caras de los invitados. Imagínese, la encorsetada España de comienzos de siglo, en la que los roles permanecían estáticos, absolutamente ajenos al transcurrir del tiempo. Para ponerle en situación, le diré que por aquel entonces era el turno del presidente Juan Canaletas, también invitado al evento. Aunque se trataba de un gobierno liberal, después he comprendido que quedaba un largo y angosto camino por recorrer. Pero no quisiera entrar en valoraciones de tipo político, la anécdota por la que usted me pregunta, es mucho más divertida.

Fueron jornadas de gran ajetreo. Mamá ultimaba con Brígida los detalles del menú, el servicio se movía incansablemente por la casa a las órdenes de tía Amalia, los floristas iban y venían cargados con sus olorosas muestras, los sastres y modistas entraban y salían de las distintas habitaciones,  cosiendo, descosiendo, probando los trajes a todos los miembros de la familia. Y en este campo, precisamente, se encontraba mi única petición: yo, y solo yo, elegiría mi traje. Sería secreto, hasta tal punto, que hice a la modista jurar sobre la Biblia que no desvelaría ningún detalle acerca de mi atuendo.

Llegó la gran cita. Doce del mediodía. Mis padres y mis hermanos al lado izquierdo al pie de la escalera; Álvaro y sus padres al lado derecho. El salón repleto de personajes ilustres, expectantes. Cabeza alta, espalda erguida, sintiendo el tacto fresco y suave de la seda al bajar los primeros peldaños. Mamá, abochornada, cerró los ojos al descubrir mi pequeña gran revolución.

Puedo decirle, sin miedo a exagerar, que pocas veces he experimentado tanta libertad como ese día, al vestir aquel mi primer pantalón.

Ilustración: Chen Hongzhu

17 de marzo de 2013

Cosas del destino



Hacía tiempo que su carne no era firme y el color de su piel había pasado del dorado al marrón de la senectud. Anunciadas las ofertas en la sección de frutería, se sintió seguro, libre de un final incierto. Sabía que no acabaría sus días en la mochila de un infante saltarín, o engullido en forma de papilla por un inconsciente bebé. No contó con que una avalancha de manos revolviera el cajón de plátanos hasta hacerlo caer al suelo. No tuvo tiempo de más, una sombra siniestra se cernió sobre él.

Lo siguiente que percibió fue un viscoso chof.

Ilustración: Roque López

8 de marzo de 2013

Insomne


A la sombra de los cocoteros, las penas, si las hay, parecen menores.

Llevaba noches sin dormir. Nada extraordinario me pasaba que justificara esa ausencia de sueño. Simplemente, cuando llegaba la noche, la cama se me hacía un lugar extraño, incómodo.

Aquella en particular, harto de dar vueltas sobre el colchón, me enrollé una manta y salí a la terraza. Hacía frío, lo normal en el mes de enero. A esas horas de la madrugada un hielo fino comenzaba a hacer costra sobre los parabrisas de los coches aparcados. No había luces en los edificios aledaños, todo era silencio, me pareció ser el único habitante de la gran ciudad. Qué solo se siente uno cuando todos los demás duermen.

Quizás por esa primera sensación de soledad extrema, me sorprendió más descubrir a poca distancia un maletero abierto. Supuse que en algún momento aparecería en escena el dueño del coche y así fue. Dos hombres se ayudaban mutuamente a transportar un bulto de apariencia pesada. Llegaron al coche y lo introdujeron en el maletero con gran dificultad. Al terminar, uno de ellos lo cerró y se puso al volante. El otro, un hombre más alto y rubio de lo habitual, permaneció un momento de pie, mirando a su alrededor. Mi casa no debía llamar la atención, no tengo cerramientos de aluminio que afeen la fachada, no hay bicicletas  colgadas de la pared, las luces estaban apagadas. Sin embargo, por un segundo, nuestras miradas se encontraron.

Así, aunque intentando suprimir los adornos y algún que otro detalle, se lo conté al juez.

La sala estaba llena. Los periodistas se agolpaban al final de ella portando sus instrumentos de trabajo. En un lateral cuatro hombres esperaban sentados, mirando al frente, distraídos, como si aquello no tuviera relación con ellos. “¿Se encuentran en esta sala los dos hombres a los que usted se ha referido?”, me preguntó. “Sí, señoría, están sentados en el banco de la derecha”. “¿Podría decirme quiénes son?” “Los hombres más morenos, el segundo y el tercero empezando por el más cercano a la puerta”. El juez se acarició la barbilla en señal de reflexión y lanzó una nueva pregunta: “¿En qué momento decidió usted dar aviso a la policía?” En un primer momento yo no había dado mayor importancia a aquella imagen que se había presentado ante mí, por casualidad, durante una noche de insomnio. “Cuando días después escuché en las noticias que se había encontrado el cadáver de un hombre en una trituradora de basuras”, respondí. “Fue entonces cuando pensé que lo que había visto podía estar relacionado”. Al parecer, al cuerpo le faltaban la cabeza, las manos y los pies. También se habían molestado en arrancarle la piel de uno de los brazos, donde posiblemente había un tatuaje. “Todo apunta a que el acto ha sido perpetrado por profesionales, miembros de la mafia del narcotráfico”, decían.

Mr. B vino a verme la tarde en que me comunicaron el ascenso a supervisor. Al abrir la puerta me encontré con un hombre imponente. Sostenía una pistola oculta en parte por la cazadora de cuero negro. Me apuntaba. Se adentró en el salón sin esperar permiso y soltó junto al sofá una maleta. “Supongo que empieza a sospechar  a cuento de qué estoy en su casa”. Abrió la maleta sin dejar de apuntarme con la pistola. “Dos mil de quinientos, dos mil de doscientos, tres mil de cien y seis mil de cincuenta, dos millones de euros”, me dijo. “Verá, nuestros jefes han llegado a la conclusión de que nos es más útil vivo que muerto” Hablaba solo él, yo no podía. Toda mi habitual verborrea se había trasladado a la entrepierna, así lo atestiguó el charco de orín a mi alrededor. “Matarle sería lo idóneo si pretendiéramos taparle la boca, pero queremos que hable. Le voy a dar unas instrucciones sencillas: acuda a la policía y hábleles de lo que vio, con una diferencia, los hombres que describirá son estos”. Me soltó dos fotografías. “Esa será la descripción que mantendrá durante todo el procedimiento si llegara a darse el caso. Y se preguntará por qué todo este dinero”. Asentí con la cabeza. “Considérelo el pago por sus servicios. Bienvenido, esto te convierte en uno de los nuestros, ese es el protocolo entre nosotros”, añadió, estrenando un tuteo que sonaba a falsa camaradería. “Ahora bien, amigo, ya has visto en televisión lo que hacemos con los desleales. Te diré que la muerte le vino después, primero fue la piel del brazo, después las manos, luego los pies y por último la cabeza, ¿entendido? Volví a asentir. “Haz tu vida normal, gasta con moderación, algún pequeño capricho, algún viaje de tarde en tarde, lo habitual en la clase media con ciertas comodidades. Los billetes pequeños te permitirán pasar desapercibido en el día a día”. Se marchó y no le he vuelto a ver.

El sol comienza a desplazarse. Martina me mira y contonea su piel mulata acercándome un nuevo cóctel. Jamás una noche de insomnio había resultado tan rentable.

26 de febrero de 2013

Agustín gaseoso II


Se esfumó por la grieta de la pared que tantas veces había enyesado.

Planeando sobre los tejados descubrió un mundo que no había visto hasta entonces. La falta de experiencia provocó un ligero tropiezo con la veleta de la torre de la iglesia que asustó a la cigüeña. Reanudada la marcha, se filtró un momento en casa de su Catalina y comprobó, con una mezcla de agrado y melancolía, que nada había cambiado a pesar de haber roto relaciones; sus fotos estaban guardadas en un cajón de la cómoda. Ya sobre la plaza, se entretuvo viendo jugar a algunos niños del pueblo al escondite, ajenos al fallecimiento de su paisano. Fue divertido, hasta se permitió soplar en la oreja de Juanito dónde se ocultaba el hijo del tabernero.

Aquella imagen de la inocencia infantil le transportó a su propio pasado, cuando un cuerpo menudo le envolvía, libre de prejuicios aún.

-         -  ¿Quieres chocolate? –le había preguntado la primera vez que se acercó a Catalina.
-          - Dice mi padre que eso es almuerzo de burgueses, a mí solo me dan pan, algunas veces con aceite.
-        -   ¡Qué tontería, si yo nunca he estado en Burgos!
-          - ¿Y entonces por qué comes chocolate?
-         -  Lo manda mi tío.
-          - ¿Desde Burgos?
-          - No, desde Francia.
-         -  Pues entonces yo qué sé –respondió la niña sin apartar la vista del almuerzo de su recién estrenado amigo- Bueno, dame un poco.

La visión de la comitiva fúnebre acercándose por la calle de en medio devolvió a Agustín al presente. Le llevaban en volandas entre seis. Santos, el arrimado de Gertru, dio un traspié y Agustín temió por su integridad corpórea. No fue a mayores gracias a que el tío Revuelta estuvo espabilado; por lo temprano del día, no le había dado tiempo a tomar más que tres chatos. Al llegar a la plaza el marido de la mercera hizo un gesto de autoridad y los niños se pusieron firmes. Les siguió hasta el cementerio. Detrás de la caja, primero los hombres y después las mujeres, como toda la vida. Esto hizo recordar a Agustín por qué rompió su noviazgo con Catalina.

-         -  No tiene por qué cambiar nada –había dicho ella.
-          - ¿Cómo que no cambia nada? ¿A cuántas mujeres como Dios manda conoces tú que estudien? Y encima sola, en la capital.
-          - Voy a casa de mi tía Virtudes, que buen nombre le dieron. Vente conmigo, hay buenas pensiones.
-          - ¡Que no! Mi mujer no va a saber más leyes que las de atender a su marido y a sus hijos, faltaría más.
-          - Ya lo tengo decidido.
-         -  Pues entonces ya sabes lo que hay.

Recuerdos de un principio y un final, eterno esta vez, sin posibilidad de enmienda. A fin de cuentas, estaba muerto. Qué idiota había sido.

Hacía rato que una espesa franja de luz se había colado en la habitación de la madrileña calle Embajadores, pero Agustín no despertó hasta que comenzaron a meter el ataúd en la fosa. Catalina, serena belleza septuagenaria, dormía a su lado abrazada a la almohada.

Ilustración: Fairytale Design

11 de enero de 2013

No estáis solos


Año 2523      
          
Hace un tiempo oí sobre la invención de una potente fórmula capaz de aniquilarnos. El mortífero líquido, de nombre ZXP516, está siendo pulverizado a lo largo y ancho del planeta. Me ahogo. Torpemente me acomodo en un rincón y recuerdo con tristeza mi discurso de hace tan solo unas horas:

“Hemos habitado esta tierra durante millones de años. No lo dudéis, somos legítimos pobladores.  La mayoría de ellos no lo creyeron cuando se vaticinaba nuestra supervivencia en las condiciones más adversas, hablaban de leyendas urbanas y creencias populares sin fundamento. Dicen que la inteligencia no es nuestra baza y puede que así sea, pero  mirad todo lo que hemos conseguido en las últimas décadas. Hemos  conquistado numerosas ciudades y medios rurales. Muchos de ellos han huido, les hemos arrebatado su propio alimento. Nos hemos desplazado por todo el planeta y ocupado todas las latitudes. Sus hijos lloraban mientras los nuestros recuperaban su merecido espacio.  Sin embargo, camaradas, ejército de luchadores sin tregua, lamento tener que comunicaros que el fin de los días ha llegado. Este mismo mensaje está siendo transmitido por los otros líderes,  quienes afligidos, como yo, comprenden que esta vez así es, hemos perdido la guerra. Difundidlo en cada distrito y esperad que llegue el momento rodeados de los vuestros. Puede que sea doloroso, no obstante, por lo que sé, la agonía será breve. Y ahora, marchad”.

Humanos, como líder de la resistencia blattodea a este lado del Atlántico, mi consuelo está en vuestra convicción de superioridad, porque ella os hace tremendamente vulnerables. Nosotros, cucarachas  -como gustáis de llamarnos-  moriremos, mas otras plagas llegarán y quizás con ellas vuestro fin del mundo. Humanos, recordad, no estáis solos.

21 de diciembre de 2012

Lo que los dioses unieron que no lo separen los hombres


No tuvieron un buen comienzo. Cuando todavía eran poco más que un par de embriones, ya peleaban por ocupar más espacio que el otro en el vientre de su madre, pero por alguna extraña razón llamada azar, fortuna o hado, las vidas de Rodolfo y Valentín, tal como fueron concebidas, permanecieron unidas hasta el final de sus días, a pesar incluso de que los dos hermanos fueran separados al poco tiempo de su destete.

Eran tiempos difíciles y resultaba complicado mantener a dos recién nacidos cuyas necesidades irían creciendo con ellos. Rodolfo fue enviado con los marqueses de Urbión y Valentín terminó en casa de la señora Joaquina, enviudada desde joven y sin hijos.

Rodolfo siempre fue el más rebelde de los dos. En casa de los marqueses disfrutaba de todo tipo de comodidades, pero él no se sentía a gusto en esa vida de privilegios. Un día, aprovechando que los marqueses se encontraban de viaje y el servicio estaba entretenido escuchando la radio, Rodolfo escapó a la calle por la puerta trasera de la cocina.

Por entonces, la señora Joaquina había comenzado a enfermar y temiéndose lo peor, había escrito al hogar natal del pequeño informando de ello. Ya era tarde, aquella casa se había llenado con otros pequeños y no había ni sitio ni dinero para mantener a Valentín. La mujer murió poco después y Valentín quedó solo y perdido sin su timón.

Pasó el tiempo y los dos hermanos que tanto se habían odiado durante su corta vida en común, se volvieron a encontrar. Fue entre rejas, no era difícil acabar allí si se deambulaba sin rumbo por las calles de la ciudad. Esta nueva situación debiera haberles unido, debiera haberles hecho sentir cierta empatía, pero no fue así. Valentín seguía detestando el porte aristocrático de su hermano por muy bohemio que este se creyera. Por su parte, Rodolfo, no soportaba el ingenio y la elocuencia de Valentín. Se tenían una envidia desmesurada. Sus discusiones llegaban a ser tan violentas, que los demás no daban crédito si en algún momento sabían que eran mellizos.

Pasaban sus días de encierro ideando cómo fastidiar al contrario, hasta que llegó el momento en que Rodolfo quedó libre, dejando a Valentín tan aliviado por su marcha como rabioso por su dicha.

Una de las primeras cosas que hizo Valentín cuando salió de su encierro, solo unos meses después de su hermano, fue pasear por la Avenida de los Chopos. Aquella tarde de otoño se sentía feliz disfrutando de su libertad, haciendo volar las hojas caidas sobre el suelo, cuando vio dirigirse hacia él un inconfundible chaleco de cuadros escoceses. Su hermano iba acompañado de una guapa joven que saludó efusiva a su también atractiva pareja. "No puede ser", dijeron los dos a la vez entre dientes.

- Marta, qué contenta estoy de que finalmente decidieras adoptarlo- dijo la acompañante de Rodolfo.
- A mí también me encanta la idea, son tan monos los dos y tan parecidos. Ya verás, se van a hacer tan amigos como lo somos nosotras.

Valentín miró con desprecio a su hermano a la vez que le decía: “Por mucha barba aristocrática que luzcas sobre tu hocico jamás dejarás de ser un perro”. “Le dijo la sartén al cazo”, respondió Rodolfo con su acostumbrada altivez.

Pintura de Jacques Reattu

14 de diciembre de 2012

Quid pro quo

Pobre. Si he sentido alguna vez en algún remoto lugar de la conciencia la desaparición de Gerardo, ha sido por ella. Se murió sin conocer la situación del malnacido de su hijo. Pero no me toca a mí sufrir por ese asunto, es más, reconozco que siento cierto placer al recordar el momento, hace años ya, en que Consuelo me llamó para decirme que Gerardo no aparecía por su casa desde hacía días.

Aquella tarde me encontraba preparando un caldo con unas verduras y unos huesos que tenía guardados cuando sonó el teléfono. Ya sé, Luci -me dijo la señora -  que mi hijo no ha sido un buen marido y lo siento de verdad, pero tienes que ayudarme a encontrarle. Tengo un mal presentimiento, esa gente con la que juega… Consuelo, tranquila, Gerardo es una persona muy impulsiva, respondí. Se habrá cansado de este ambiente y se habrá marchado a otra ciudad, quizás con alguna novia. Seguro que está bien, hazme caso, pero si en unas semanas no tienes noticias, habla con la policía y les cuentas con qué clase de gente trata. Pero da un poco de tiempo, mujer. Así quedó la conversación y yo volví a mis fogones.

Qué mágico olor el de los buenos caldos cuando se cocinan con gusto.  Me amodorró, me trasladó a los buenos tiempos sentada en la banqueta con la espalda apoyada en el azulejo. Porque al principio viví mi particular comedia romántica, con su ternura y sus promesas de felicidad. Lástima de final abrupto.  Pero en aquel momento, en el calor de la cocina, ya no pensaba en las gruesas capas de maquillaje, ni en las excusas a los amigos, ni en los gritos ahogados por eso del qué dirán, ni en que después de la separación fuera aún peor. Yo solo quería su descanso, su descanso sería también el mío.


Dos policías vinieron a casa una mañana cercana la hora de comer. No me sorprendió, era de esperar que tarde o temprano me preguntaran por Gerardo. Me encontraron friendo croquetas. Fueron amables y poco a poco llegamos a intercambiar cierta complicidad. Después de hablarles de los posibles paraderos de mi ex marido me sentía en condiciones de ofrecerles unas croquetas recién hechas y un refresco. Elogiaron mi buena mano para lo cocina y minutos después  se marcharon agradeciendo mi amabilidad. Yo, sin embargo, estaba ya cansada de ellas. Los caldos y las croquetas habían sido mi único alimento desde hacía un mes, pero eso, ellos, no lo sabían.

Ilustración: Incarnation de Mark Ryden

22 de octubre de 2012

Sandra y yo


El hecho de que Elena hubiera accedido a verse conmigo en aquella cafetería ya era una buena señal. Sin embargo, me asustaba no saber cuál sería su reacción al verme después de tantos años. Así lo indicaban la tibieza del vidrio apretado entre mis manos, las finas gotas de sudor debajo de la nariz, la garganta impulsando hacia el estómago una saliva que no existía.

Era un local céntrico y concurrido, los dos coincidimos en que sería lo más adecuado. En él las voces ajenas se percibirían como ruido protector y las nuestras se perderían entre el tumulto de camareros y clientes. Situado en una mesa frente a la puerta, podía ver el entrar y salir de toda esa gente desconocida, esperar a que en cualquier momento, por fin, una cara femenina que yo recordaría sin dificultad, atravesara el umbral.

Elena entró decidida en la cafetería y se dirigió a mi mesa sin titubeos, sus botas negras hasta la rodilla acentuaban un paso casi marcial. Se giró un segundo hacia el camarero que estaba tras la barra y pidió un café, se sentó frente a mí y esperó que moviera ficha sin desviar sus ojos ni un momento del camino que llevaba a los míos. Me sentí intimidado, no supe qué decir, no había previsto tal actitud por su parte, tan distinta de la que hubiera adoptado la adolescente insegura de la que yo, no menos inseguro que ella, decidí huir.

-No será fácil –dijo al fin, viéndome incapaz de reaccionar. Creo que nunca te habrá  buscado, apenas ha preguntado por ti. A decir verdad, Sandra piensa que estás muerto. Eso es lo que hemos mantenido durante todos estos años.

Aquellas palabras cayeron sobre mí como un jarro de agua fría y sin embargo, aunque resulte difícil de entender, me sentí aliviado. Sabía que había obrado mal alejándome de aquella niña incluso antes de que naciera, pero en ese momento me liberaba en cierto modo saber que, tristemente, no solo yo había cometido errores importantes. Su propia madre, durante diecisiete años, aún con la segura intención de protegerla, había negado a Sandra la posibilidad de unir las piezas de su rompecabezas vital.

-Sandra… qué nombre tan bonito – no se me ocurrió otra cosa que decir.

-Sé que tu intención de recuperar a nuestra hija puede perjudicar mi relación con ella cuando sepa que he mentido sobre ti, pero no voy a interponerme entre vosotros –añadió Elena, obviando mi tonto comentario. Siempre he tenido en mente que este momento podía llegar, no me sorprendió tu petición cuando me localizaste en las redes sociales.

No dejaba de asombrarme. Debajo de esa nueva piel recién descubierta de mujer dura y fría que se había presentado ante mí minutos antes, había una persona madura y comprensiva, dispuesta a dejar atrás los razonables rencores e incluso, sacrificar la confianza que nuestra hija hubiera depositado en ella durante mi ausencia. Sin duda, Elena era mucho más valiente de lo que yo había sido jamás.

-No sabes cuánto te lo agradezco. Supongo que no habrá sido fácil criar una niña, siendo tan joven. ¿Cómo estás, has sido feliz, eres feliz?

-Si quieres puedes conocerla esta misma noche –me ofreció como respuesta. Era evidente que una cosa era allanar el camino para que pudiera encontrarme con mi hija y otra muy distinta, permitirme acercarme a ella misma. Sandra terminará su clase de francés en hora y media –siguió diciendo- podemos esperar en casa, allí estaréis más tranquilos.

Elena vivía en un barrio a las afueras de los de toda la vida, con sus tiendas de comestibles, sus bancos de madera y su quiosco de prensa. En el segundo piso de un edificio de cuatro plantas sin ascensor abrió la puerta de su vivienda, pequeña y acogedora. Me invitó a ocupar un sillón orejero y me ofreció algo de beber. Se sentía el mimo con que las cosas habían sido colocadas cada una en su lugar, me tranquilizó la sensación de que en esa coqueta casita de muñecas debían haber sido muy felices.

Hablamos poco antes de que la puerta de la casa se abriera de nuevo y una preciosa muchacha irrumpiera distraída en el salón. Vi a mi madre en sus ojos verdes y su pelo rizado del color de la tierra mojada, tuve que asirme con fuerza a los brazos del sillón para no abalanzarme sobre ella y contarle lo arrepentido que estaba, decirle lo mucho que había pensado en ella sin saber siquiera que era ella y no él, que no había dado antes ese paso por miedo al rechazo, por pura cobardía.

-Hola, Sandra, cariño. Ven, siéntate aquí –dijo Elena, interrumpiendo, por suerte, mis atropellados pensamientos. Te presento a Luis.

-Sandra… yo… -escapó de mi boca torpe antes de que la muchacha sellara suavemente mis labios con su dedo índice.

-No es necesario que digas nada, papá.

Ilustración: Vito 021

23 de septiembre de 2012

Recuerdo que teníamos que hablar


Recuerdo la presión en la cabeza y que se aliviara ligeramente por la frescura de los dos palmos de almohada que me separaban de la pared. También recuerdo que minutos después ese trozo de tela se contagiara de mi temperatura corporal y tuviera que buscar de nuevo la frescura en el otro extremo de la cama. Y así hasta que el sonido de los cacharros que mi hermana manejaba en la cocina me sacara de ese estado de seminconsciencia en el que una se encuentra después de una noche rebosante de pipermín.

Recuerdo que una tupida franja de luz llegara a la colcha desde la contraventana a medio cerrar, con sus partículas de polvo en suspensión y su actitud amenazante y me golpeara las sienes sin tocarlas. Y ver a mi amiga Pili tumbada en la cama de al lado y venirme a la cabeza su tono de sorpresa cuando le propuse salir. “Si solo es miércoles”, recuerdo que me dijo.

Igualmente recuerdo haberte visto al entrar en “La boîte”, tú a mí no, quizás me buscabas. Y retroceder agarrando con fuerza el brazo de Pili y meternos en el primer taxi que pasó libre, así como la desagradable voz del taxista insinuando que, en noches de perros como aquella, en la calle solo podían encontrarse prostitutas y borrachos. Y cómo su discurso resultó tan repugnante como convincente y terminamos en mi casa, la carrera y el contenido del mueble bar.

 “Tenemos que hablar”, me habías dicho por teléfono la tarde anterior, pero aunque no necesitaba seguir escuchando para saber lo que debías decirme, ni citarme contigo para verte la cara compungida y entonces comprender lo que sucedía, que no debía ser otra cosa que el que hubieras decidido permanecer junto a tu mujer, que debías borrarme de tu biografía como si nada de lo nuestro hubiera ocurrido alguna vez, te escuché sin hablar antes de colgar.

Después ya sabrás que me mudé a Barcelona para no tener que encontrarme contigo, pero no creas, aunque pueda parecer lo contrario, no te guardo rencor. De todo esto hace ya mucho tiempo y por eso no entiendo a qué vienes. Fíjate si hace tiempo, que recuerdo que otro hombre se colara en mi cuarto de estar aquella mañana de resaca, con su traje oscuro y los ojillos tristones. Y que dijera, con voz queda: “Españoles… Franco ha muerto”.

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