17 de julio de 2013

Pathos

De todo experimento se obtiene un resultado. Lo sé todo sobre ello, llevo toda la vida buscando resultados. Yo mismo soy producto de un experimento sociológico. El pequeño Keith, fabricado a lo largo de su infancia por una sociedad ávida de conocimiento. Querían saber qué resultaría de un niño de seis años odiado y maltratado desde su nacimiento, después de recorrer todas las casas de acogida de Phoenix y lanzarle al abismo sin paracaídas al cumplir la mayoría de edad. ¿Quieren saber lo que resultó? Yo. Alguien incapaz de sentir la más mínima empatía.

Sospeché pronto mi carencia y necesité ponerme a prueba. Me estrené a la edad de ocho años al arrancarle las alas a una mariposa. Se agitaba mientras la sostenía con mis dedos delgaduchos, tres a cada lado, una pinza infalible para cada par de telas membranosas. Un suave tirón y cayó al suelo desde mis cincuenta y tres pulgadas de estatura. Seguía removiéndose esperando quizás el golpe de gracia, mi enérgica pisada. Allí se quedó, en su agitación. Aquel cuerpo peludo no podía estar sufriendo tanto como yo, cuando el novio de mi madre apagaba el pitillo en mi brazo por no tomarme la sopa. Resultado: nada, ni un atisbo de lástima.

Desde entonces he realizado muchas otras pruebas, todas con un resultado similar, pero con el tiempo me volví más ambicioso. ¿Qué se siente al saber que la vida de alguien, en su sentido más estricto, está en tus manos? Dicho de otra forma, ¿qué se siente al matar a uno de tus congéneres? Lentamente, observando cada rictus en su rostro, viendo cómo se le escapa el alma en cada minucioso movimiento de la hoja afilada, oliendo el miedo y el dolor en la cobaya humana.

Intercambiamos nuestras primeras palabras bajo la marquesina del 358. Janice era metódica, disciplinada, seguía cada día una misma rutina. Es una gran paradoja que esas cualidades, en principio positivas, puedan llegar a convertirse en tu peor enemigo, la herramienta perfecta en manos de quien sigue tus movimientos. A las dos semanas ya compartíamos mesa en Honey’s antes de tomar el autobús. Arándanos para ella y vainilla para mí, qué tierno. Al mes comencé a acompañarla hasta el centro comercial Westgate, a solo dos pasos de su casa y por fin, un viernes, después de nuestro habitual batido, accedió a acompañarme al apartamento de la calle Columbus. Veinte años de belleza y candor, el ratón de laboratorio más preciado.

Llegamos al apartamento 26 entre risas y roces de fingida inocencia. Se me cayeron las llaves al intentar abrir la puerta sin soltar las bolsas de papel que contenían nuestra cena. Janice me las devolvió junto a nuestro primer beso. Buen comienzo, la noche prometía. Entre bocados de sushi y sorbos de vino comenzamos el juego de miradas, gestos y caricias sutiles; ella cada vez más confiada, más cómoda y entregada. No puso ningún reparo cuando le propuse un juego algo más perverso. Lanzaba besos al aire mientras yo anudaba la tela alrededor de sus muñecas y descalzaba sus pies para ceñirlos a las patas de la butaca de terciopelo rojo. Noté que se estremecía ligeramente al verme empuñar el cuchillo de cocina. Suavemente, sin esfuerzo, uno a uno, fui cortando los hilos que sujetaban los botones de su blusa. Sigue -me dijo- y eso es lo que hice. La liberé del sujetador con la punta de acero, rasgué la tela de su falda desde la cintura, que cedió con facilidad por la presión de la hoja afilada.

El primer grito llegó con el corte alrededor del ombligo. A mi pesar, tuve que amordazarla. Después de muchos otros su cara aparecía emborronada, sucia por el rímel que corría por las mejillas junto al torrente de lágrimas. Sus ojos me suplicaban clemencia pero yo seguía, trazando diseños imposibles sobre su piel, haciendo brotar una sangre caliente y pegajosa.

Dos horas más tarde el cuerpo de Janice yacía cubierto de rojo sobre la alfombra; sesenta y dos cortes de formas diversas, solo uno, el último, mortal. Los ojos abiertos y la boca torcida mostraban el transcurso de una noche de horror, aunque eso, el horror, solo puedo suponerlo. Resultado: nada, ni un ápice de sentimiento.

¿Qué se siente al acabar con la propia vida? Lentamente, frente al espejo, observando cada rictus en el propio rostro, viendo cómo se escapa el alma corrupta en cada minucioso movimiento de la hoja afilada, oliendo el dolor en la cobaya humana.

5 comentarios:

  1. Hoy día, desgraciadamente, hay muchos Keith. La falta de empatía, la imposibilidad de sentir dolor ante el dolor ajeno no está tan lejos de nosotros. Es un relato duro, literariamente impecable. Más de una mirada - la percibe el lector - como la de Keith ha estado en las páginas y los telediarios de estos días y meses. No quiero citar nombres, no quiero acordarme de algunos asesinos en serie, como los protagonistas de sucesos en escuelas americanas o el campamento de las juventudes cerca de Oslo o el caso de otro individuo convertido en "celebridad" reciente en España. No quiero acordarme de esas miradas huecas y fijas que reflejan un alma fuera de las coordenadas humanas que nos hemos ido dando. El mal existe, no por si mismo, sino alojado en la propia naturaleza. Y lucha contra lo que llamamos bien. El escritor refleja, a veces, el mal, el horror. Si lo hace bien y produce el rechazo del lector, no de su escrito, sino de los sucesos que narra, cumple su función de cronista de la vida. Sin duda aquí lo haces, Frida. Espero que la mayoría de los lectores lean como yo. En este caso, así lo espero. La sociedad, a veces, cambia el desarrollo físico y químico del cerebro. El amor suele generar amor, sobre todo en la infancia. La marginación y el maltrato general, odio o incluso algo peor, impasibilidad y deseo de ver a los otros como cobayas. Sí, aquí lo cuentas. En cualquier caso este relato no puede dejar indiferente. Si deja indiferente habrá que mirárselo.

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    1. Gracias, Emilio. Qué alegría verte por aquí, ya sabes que este blog también es un poco tuyo ;-)
      A pesar de lo perturbador de su contenido, disfruté muchísimo escribiendo este relato. Fue todo un reto: ponerme en la piel de un psicópata e intentar, de alguna manera, justificar tan tremenda alteración mediante el párrafo inicial.
      Espero no dar ideas a ninguna mente perturbada.
      Un beso enorme.

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  2. Redondo, Frida, magnífico. Lo que has hecho es muestra del mejor oficio: escribir desde la mente de tu personaje.
    Enhorabuena.
    Un abrazo enorme.

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    1. Como siempre digo, tengo cerca buenos maestros de los que aprender. Muchas gracias, Vichoff. Un besazo.

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  3. Uno de los mejores relatos que te he leído, Frida, y mira que son buenos, pero este… Ufff Es increíble cómo te has introducido en su mente. Todavía siento escalofríos.

    Enhorabuena por el relato y por el estreno de la nueva casa. La espera ha merecido la pena, está preciosa

    Besos y abrazos.

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