Bendita normalidad
Algo
muy importante, pensaba, debía suceder entre dos personas para atrincherarse en
sus parcelas de tarima flotante, esperando el momento oportuno para disparar al
enemigo. De vez en cuando un ataque sorpresa y la satisfacción de ver al
contrincante malherido sobre la alfombra del salón. También, a veces, un
proyectil que escapa de su trayectoria y estalla en el cuerpo equivocado. Debe ser
eso que llaman daños colaterales.
Siete
años de muchos mases y pocos menos. Los niños sanos y guapos; las noches
tranquilas, en el sofá, con los pies enlazados; la hipoteca que se paga
prácticamente sola; los fines de semana en la sierra con tus padres o en el
pueblo con los míos y cuando no, en nuestra casita, sin hacer nada especial pero
donde se está tan a gusto. No es que no me pareciera bien, no es eso, pero la
normalidad, pensé, nos acostumbra a que todo fluya sin nuestra intervención y a
mí me apetecía intervenir, solo un poco.
Este
fue el planteamiento. Fue así, de esta manera, cómo una tarde me aposté en el
supermercado junto a una de las cajas y observé qué alimentos compra el resto
de la gente, porque me parecía que lo de siempre no estaba mal, pero me
apetecía sorprenderte con algún nuevo menú. Imaginé aquellas sardinas marinadas,
acompañadas de cebollitas francesas y rúcula y me parecieron deliciosas. Fue
también por eso que decidí renovar mi lencería para que no te acostumbraras a
la sosería del algodón blanco y me compré tres vestidos. Yo misma me sorprendí
ante el espejo del probador cuando la tela no bajó más allá de las rodillas:
¡anda, si tengo piernas!
Todo
esto es raro, mi amor. Ahora que, tres semanas después, te oigo arrastrar la
maleta hacia la puerta y cerrarla detrás de ti, recuerdo cómo empezó nuestra estúpida
guerra, como estúpidas, supongo, son todas las guerras: sí, verás, yo quería adornar
el plato de sardinas marinadas con salsa de frambuesas y tú con vinagreta.
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Imagen: Francine Van Hove
Me quedo enganchada al relato desde la letra primera! Sorprendente cómo tanta normalidad acaba en guerra de tarima flotante y maleta arrastrada...
ResponderEliminarMuy bueno, Frida.
Besazo!
¡Graciaaaaas! Qué ganas de viajar al sur y hacer cualquier cosa fuera de la normalidad, jajajaja. ¡Un beso, guapetona!
EliminarEs que hay veces que no sabe una cómo hacerlo, ¿eh?
ResponderEliminarMuy bueno, cariño, estoy de acuerdo con María S.
Yo, para variar, te mando un abrazo.
Sí, hija mía, fíjate la que ha liado la pobre por unas sardinas y eso que son baratas. En esa casa debe ser que lo normal es el pescado blanco :-)
EliminarUn abrazo bien apretado también para ti.
¿Qué quieres que te diga? Las sardinas las veo de lo más normal con la salsa de frambuesas. Yo acostumbro a comerlas con nata holandesa es la ventaja de guisarlas y no tener quién las pruebe.
ResponderEliminarBesitos con nata
Mmmmmm... holandesa... No se me había ocurrido. Un ingrediente ideal para mi próximo relato :-)
EliminarGracias por venir. También besitos para ti.
Me encantan tus relatos cortos. Porque aun siendo cortos dices tanto en ellos que parece una novela.Uno puede imaginarse haciendo lo mismo que la protagonista y sintiendo las ganas de hacer cambios.que tengas un bonito dia.besitos
ResponderEliminarGracias, Isaboa. No sé cómo no he visto tu comentario antes. Sí, es fácil verse en situaciones así. Si no está, otras similares.
EliminarA veces un pequeño plato hace saltar la rutina de la digestión :-) Ya sabes lo que pienso de cómo escribes... repetirlo sería propio de un lector obstinado que piensa que el autor ( autora ) no le escucha. Yo sé que tú me escuchas. Respecto a los protagonistas de tu historia... descansen en paz. Quizás es que no habían leído a Virginia Woolf. O, cuando la leyeron, decidieron que la frambuesa y la vinagreta hacía tiempo que pedían irse libremente a la receta que quisieran.
ResponderEliminarMuy bueno tu comentario.
EliminarImprescindible Virginia Woolf, es aplicable a casi todo :-)
Gracias por tu visita. Te digo como a Isaboa, no sé por qué no he visto tu comentario antes. Un beso.