19 de junio de 2010

Tres de siete


La inmensa señora de las acelgas había metido en su escote un paquetito envuelto en esparadrapo. Aquella visión fue suficiente para irme de la realidad. Siempre he tenido gran facilidad para abstraerme. Cómo había logrado hacer hueco en tan estrecha parte supuso un verdadero enigma para mí. Quise hallar la respuesta imaginando mi propia experiencia, por lo que busqué en mi anatomía toda clase de protuberancias duales. Di con los ojos. Siempre me dijeron que eran algo saltones. Como me pareció tremendamente difícil esconder un bulto de esparadrapo entre ellos, al final me decidí por los testículos, no sin antes dotarles del tamaño adecuado y privarles de la sensibilidad que los caracteriza. Así es que estaba yo en plena labor cuando ella me arrancó de mis pensamientos. Emergió por la escalerilla como ninfa de su fuente. Llevaba botas casi hasta la rodilla de color negro, igual que sus pantalones. Seguí reptando visualmente. Llegué a una blusa verde más bien holgada que cubría parte de sus muslos. Allí donde la blusa se estrechaba ligeramente adiviné unos senos pequeños, casi infantiles. Toda ella era menuda en realidad. Sólo su cara indicaba que debía tener unos treinta años. Parecía una chica normal de aspecto normal, sin embargo la energía que irradiaba llegaba hasta mi médula ósea. Se asió a una de las barras. En su muñeca izquierda llevaba una pulsera con una gran piedra morada. Nadie excepto yo pareció percatarse de su presencia.
-¿Cuánto es el billete, por favor? -Un euro –gruñó el conductor sin ocultar su malhumor.
-No, ahí no, ahí tampoco –pensé.
Finalmente, como si hubiera adivinado mi pensamiento, tomó un asiento tres lugares por delante de mí, en el lado opuesto y en sentido contrario al mío, lo que me permitió observar fácilmente. El pelo negro y abundante le cubría de forma desordenada los hombros. Algunos mechones se enredaban en un discreto colgante de plata. Su piel tenía un color tostado, pero no en exceso, lo justo para ofrecer un aspecto saludable. En su rostro unos pequeños ojos oscuros, muy vivarachos. No sabía qué era, pero me sentía magnetizado. Minutos después sacó un espejo del bolso, se retocó el pelo y se puso en pie para pulsar el botón de solicitud de parada. Se dirigió a la puerta de salida.
-¿Qué hago? –me pregunté-. Todavía hay dos paradas hasta mi destino. Si me bajo no llegaré a la oficina y tengo que entregar el informe de ventas a primera hora.
Movido por yo qué sé qué fuerza irracional salté del autobús justo en el último momento. Por suerte mi americana cedió en cuanto se vio atrapada entre las puertas. Me tomé unos segundos para reponerme del susto y evaluar el destrozo en la tela. Me peiné con los dedos el pelo hacia atrás mientras miré a mi alrededor intentando localizar a la chica. Enseguida vi que había cruzado la calle. Caminaba a paso rápido en dirección a la Plaza de la Concordia.
-¡Cuánto tarda este semáforo!
Intenté resistirme, pero mi impaciencia me empujó a cruzar desafiando al tráfico, feroz a esa hora. Me lancé. Justo en ese momento una abrumadora tropa de coches quedó paralizada a mi izquierda. Entonces el muñeco verde se iluminó.
-Te quedan cinco, lindo gatito –pensé-. Más vale que tengas cuidado a partir de ahora.
Llegué al otro lado de la calle intentando no perder de vista la blusa verde. Para entonces me llevaba una gran distancia y era lo único que distinguía de ella. Corrí entre la gente que se dirigía apresuradamente a su trabajo. Me dio miedo de repente. Sentí que hacía algo ilícito, sucio. Ellos también parecían pensar así. Me miraban como si despreciaran mi actuación.
-¡Oiga, usted! -¿Quién, yo? Déjeme. ¿Qué quiere? –dije asustado y casi sin aliento.
-Perdone, yo sólo quería devolverle estas llaves. Se le cayeron ahí atrás. -Gracias –respondí aliviado.
Me sentí mejor sabiendo que sólo me había dejado llevar por la imaginación, aunque en realidad nunca me importó demasiado lo que el resto pensara de mí. Por eso me dejó Patricia. Nunca me entendió. Tras la anécdota de las llaves de nuevo me vi corriendo entre los apresurados oficinistas. Se me echaban encima. Yo esquivaba y corría, esquivaba y corría. Sentí que nadaba contra corriente. Ella se alejaba. Estaba a punto de abandonar cuando vi que se paraba en un quiosco. Distinguí a dos o tres personas más. Era mi oportunidad. Supuse que gastaría unos minutos en hacer su compra. Aproveché para situarme a no más de cuatro o cinco metros. Sentirme tan cerca me produjo un escalofrío. Disimulé mirando un escaparate mientras esperaba a que terminara de comprar. Fue una espera realmente provechosa, pues además de cumplir su principal objetivo, me permitió descubrir el fascinante mundo de las aspiradoras de última generación. Observando tales artilugios me pareció más fácil aspirar la alfombra con una pajita. Un momento después comprobé que estaba cogiendo las vueltas, así es que me preparé para seguir sus pasos de nuevo. Anduvimos hasta atravesar la Plaza de la Concordia. ¡Qué paradoja! De día escenario habitual de manifestaciones de ciudadanos no siempre pacíficas; de noche lugar de encuentros poco amistosos entre bandas rivales. Dos calles más arriba la chica giró a la izquierda para entrar en un portal situado casi en la esquina. Si no hubiera sido por el portero del inmueble con quien se entretuvo unos segundos la hubiera perdido.
-¿Por qué habrá recorrido esta larga distancia a pie? El 253 la habría dejado aquí mismo. Incógnitas del universo femenino.
Crucé la calle y me senté en la terraza de un bar. Pedí un café. En menos de diez segundos un sonriente camarero, a quien parecía que le habían dado cuerda, puso la taza humeante sobre la mesa. Mientras bebía decidí rápidamente lo que iba a contar y marqué el número de la oficina.
-Hola, Marisa, cof, cof. Oye, ¿ha llegado ya, cof, Gerardo? (...) Sí, cof, cof, estoy más caliente, cof, que la caldera de un vapor del Misisipi, cof, cof, cof (…) ¿Ruido?, ah, sí, cof, cof, acabo de salir del médico, cof, y estoy esperando un taxi que me lleve a casa (...) Nada, de garganta, mañana estaré mejor, cof. Oye, guapa, mira, cof, tengo el informe de ventas en el ordenador, cof, cof. Dile a Mauri que lo imprima, cof, cof, y se lo dé a Gerardo (…) Sí, él sabe mi contraseña, cof (…) Gracias, guapa, y tú que lo veas, cof, cof. Hasta mañana.
A la vez que saboreaba el último sorbo de café me pregunté qué habría tras esos balcones señoriales, aunque sobre todo, detrás de cuál estaría la chica. Pensé que Paula era un nombre perfecto para ella, tan menuda, tan frágil de aspecto. La imaginé cuidando de una abuelita menesterosa de compañía. Mientras disfrutaba de su voz entonando a la perfección un poema de Neruda, el autor favorito de la anciana, algo hizo chocar súbitamente la mesa contra la pared. Una gigantesca señora había tropezado con una de las patas. Lejos de disculparse, me dedicó una mirada poco afable y entró en el bar. Cuando el tintineo del menaje sobre la mesa calló volví a mis pensamientos.
Después de tres cafés, un vermut de grifo, una crema de calabacín, un escalope, dos cañas, un flan casero, un poleo, una copa de licor de hierbas, un té, una porción de tarta de manzana y dos gin-tonic, observé que la florista guardaba sus macetas y comencé a oír los cierres metálicos de los locales aledaños. Ni rastro de la chica. En lugar de su delicada carita, me despedí del lugar con la imagen del camarero complaciente diciéndome adiós desde la puerta. Abatido y con el abdomen a punto de explotar me marché a casa.
Las mañanas siguientes en el trabajo fueron horribles. Ansiaba el momento de volver a encontrarme con Paula. Una de esas tardes, como todas las demás, cuando terminé en el trabajo volví a la misma terraza, deseando como siempre que mi espera fuera más fructífera que en las jornadas anteriores. En los últimos días había desatendido todas mis obligaciones, así es que yendo por el segundo café recordé que mi nevera estaba totalmente vacía. Pagué y me dirigí a un mercado cercano. Me resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera ella. Así, absorto, llegué hasta el puesto de pescado. Había siete u ocho personas. No había “turnomatic”, así es que pedí la vez y esperé mi turno. Mientras el pescadero atendía a los clientes una segunda persona colocaba unas cajas de espaldas a nosotros. Era una mujer de estatura media-baja y bastante delgada. Cuando se quitó el gorro blanco que recogía su pelo el corazón casi me agujereó la caja torácica. Una melena negra, abundante y desordenada cubrió sus hombros.
-¡Dios mío! –exclamé.
A la vez que el resto de compradores me miraban con extrañeza una señora de tamaño descomunal se abría paso a empujones pisándome un pie. La miré sin ocultar mi dolor mientras ella se alejaba tranquilamente del puesto. Cuando se encontraba a cuatro o cinco metros volvió la cabeza y nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Me giré de nuevo hacia el mostrador y comprobé con gran decepción que la ayudante del pescadero, quien ya se había dado la vuelta, no era Paula. Después de un buen rato cogí los boquerones y el filete de emperador y me dirigí a la carnicería. Mi todavía dolorido pie me recordó el ataque de la apisonadora.
-Ni siquiera me ha pedido disculpas –refunfuñé.
-¿Qué le pongo, señor? -Medio kilo de chuletas de lechal, por favor.
Después de pasar por la frutería y la charcutería volví a la terraza para disfrutar del tercer café y observar de nuevo el portal.
Pasaron varias semanas y yo seguía sin saber de Paula. Afortunadamente las jornadas en el trabajo resultaban algo más llevaderas, dado que ya no tenía que fingir una tos provocada por una enfermedad inexistente. Una tarde, estando sentado en el bar habitual, se acercó una mujer del tamaño de un armario ropero, me quitó una silla sin mediar palabra y se sentó en una mesa contigua. Me quedé patidifuso. Pidió un chocolate con churros y comenzó a ojear una revista del corazón. De no haber sido porque superaba mi edad en al menos veinte años le hubiera dicho cuatro cosas, pero uno, aún en mi peculiar estado, sigue siendo un caballero. No pude evitar mirarla en varias ocasiones. Después de un rato caí en la cuenta.
-¡Coño!, pero si es la mujer que me desintegró el pie; y la que casi me empotra en la pared; y la de las acelgas del autobús.
De repente un sonido chirriante seguido de un choque metálico hizo girar mi cabeza hacia la avenida que me separaba del edificio. Dos coches habían colisionado. Más allá del barullo ocasionado por el siniestro un grupo de personas salía del portal. Eran cuatro hombres de mediana edad y una mujer joven. Aquella visión hizo que el pulso se me disparara, la tensión arterial subiera hasta martillear mis sienes, la boca se me secara y se formara un nudo en mi garganta. Era ella. Raudo crucé la calle aprovechando que el tráfico había quedado paralizado por el accidente. Seguí sus pasos hasta una ferretería muy cercana. No quería que me viera, así es que cuando se disponía a salir de la tienda con una bolsa en la mano, corrí de nuevo hacia el portal con la esperanza de que volviera allí con su compra. Después de un minuto, que ocupé disimulando frente a un escaparate de una tienda de cortinas, mi deseo se vio cumplido. Saludó al portero, que charlaba en la calle con una pareja, y entró en el portal. El hombre parecía muy entretenido con la conversación, por lo que no se percató de mi presencia cuando traspasé la puerta del edificio. El ascensor se puso en marcha en el mismo momento en que llegué al vestíbulo. Lo seguí por las escaleras hasta que se detuvo en la tercera planta. Yo, agazapado como un animalillo asustado, preferí quedarme en el rellano del segundo piso. No oí ninguna puerta cerrarse. Tras gastar unos segundos intentando decidir qué hacer, subí hasta el tercero. Una de las puertas estaba entreabierta. Supuse que era la casa en la que Paula se encontraba. Dudé un momento y después entré sigilosamente. Un silencio sepulcral inundaba el espacio, hasta que oí un híbrido entre canto y oración proveniente de una de las habitaciones. De repente las voces pararon.
-Ven, Anacleto. Tú no lo sabes, pero te estábamos esperando –dijo una dulce voz femenina.
Sentí miedo, no obstante, irracionalmente, me adentré en el pasillo. Dos hombres me aferraron por los brazos y me introdujeron en la habitación hasta el centro de un círculo humano. Forcejeé durante unos segundos mientras me tumbaban en el suelo. Miré a Paula a la vez que alguien le entregaba la pulsera de la piedra morada. Repentinamente una calma indescriptible me embargó. Sentí el frío contacto del metal en mi garganta. Aquella sensación se tornó de inmediato en humedad caliente y pegajosa.
-Pensaba que a este gato le quedaban todavía cinco vidas –susurré, con un finísimo hilo de voz.
La inmensa señora de las acelgas me sonrió afablemente y mis ojos se cerraron.

Imagen: A. Barroso


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