3 de abril de 2012

El camino de las encinas

Había varios transistores de radio en el pueblo, el más cercano en casa de la Inés, justo en la puerta de al lado. Muchas tardes a última hora mi madre cogía la costura y se pasaba con ella para escuchar la novela mientras esperaba que mi padre llegara del campo, entonces se recogía y calentaba la cena que previamente había dejado preparada. Mi padre llegaba cansado, pero se había acostumbrado a tomarse un vino con Evaristo todas las noches antes de cenar. Evaristo, para quien no lo sepa, claro que, cómo lo van a saber, era el marido de la Inés. Estaba impedido desde que tuvo un incidente con la vaca y esta le pisó la espalda. Volviendo a lo de la radio, desde luego que esta fue un gran invento, pero yo prefería quedarme con mi abuelo, porque mi abuelo, aunque hombre de escasos cincuenta kilos de poca carne y mucho hueso, tenía un cerebro prodigioso que le convertía en el mejor contador de historias, inventadas o reales, presente él en los acontecimientos o no, quién sabe, de toda la comarca de La Serenilla.

Un día me contó lo sucedido a la señorita Brígida, quien, según supe tiempo después, debió ser una reputada madama entre los varones más ilustres de la zona. Solía salir la señorita Brígida a pasear, acompañada de las jóvenes descarriadas a las que daba cobijo en su casa, por el entonces llamado camino de las encinas y, hoy en día, este lado iluminado de la carretera. Una noche la mujer estaba algo mareada y, sintiendo la necesidad de aire fresco, no esperó a las chicas para el habitual paseo. Se encontraba, por tanto, aparentemente sola en mitad del camino, cuando una cegadora luz proveniente del cielo se apoderó de ella y la hizo levitar por encima de las copas de las encinas durante varios minutos, transcurridos los cuales, el cuerpo descendió en caída libre como si acabara de descubrir la fuerza de la gravedad. Podría haber sido fatal, de no ser porque la mujer quedó de nuevo suspendida en el aire a diez o quince centímetros del suelo. Poco después, de manera totalmente inesperada, una soga invisible asida a la cintura tiró de ella con fuerza y la desplazó a toda velocidad a lo largo del sendero de luz, hasta que se perdió en la oscuridad interestelar. No se volvió a saber de ella.

En otra ocasión me habló mi abuelo de Ceferino, un hipotético mercader de pieles que se cayó, al anochecer, en la acequia abierta para regar los huertos de detrás del mismo camino de las encinas, con tal mala fortuna que, aun no siendo muy honda la zanja, al caer en ella el hombre se golpeó la cabeza y quedó en un estado de profunda inconsciencia. Atraídas por la sangre fresca, las alimañas locales acudieron al lugar del accidente, dejando en el cuerpo de Ceferino todo tipo de signos de violencia animal. No le mataron, eso fue lo peor. Cuando el hombre despertó arrastró su cuerpo mutilado hasta el pueblo, y una vez allí, aturdido e incapaz siquiera de imaginar lo sucedido, no pudo articular palabra, nunca más. A falta de familia, los vecinos le curaron las heridas, sí, pero también llegaron a tomarle por loco y hasta por enviado del diablo, lo que dio como resultado su encierro en el manicomio de Sotillo, a más de cien kilómetros de nuestro pueblo y del que ya no salió.

De las muchas historias que heredé de mi abuelo, imagínense, como poco una por cada tarde de infancia, no todas tienen este mismo escenario, pero sin duda, por el atrayente misterio que las envuelve y la parafernalia con que las contaba, estas son las que más me gustan a mí. Son las mismas que desde hace años difundo y alimento, y gracias a las cuales, junto a la celebridad del nombre de otro abuelo menos castizo que el mío, mi humilde establecimiento hotelero, mi Hilton, levantado a este lado iluminado de la carretera, antiguo camino de las encinas, recibe miles de visitantes cada año. Le guste o no al propietario de la marca -adentrarse en la España profunda, más concretamente en la comarca de La Serenilla, puede resultar rentable, pero también tiene sus riesgos-, la escultura de un hombre enjuto, con su boina y su garrocha, de mi abuelo, cómo no, preside la recepción.

Imagen: Higerñando

5 comentarios:

  1. Hola, Frida. Después de dejarme la dirección de tu blog he querido pasearlo. ¡Me ha encantado! Lo seguiré visitando poco a poco para descubrir toda su belleza. Un abrazo.
    www.carmenmarinarodriguezsantana.blogspot.com

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  2. Muchas gracias, Carmen Marina. Desde hoy tú también cuentas con una nueva seguidora. Por cierto, me encanta escribir en la cocina. Besos.

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  3. Una crónica excelente, Frida.. abrazos¡¡

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  4. Qué bonito texto, Frida, yo sería de las personas que visitaría ese hotel. Me gustan los misterios, los fantasmas, los espíritus...Sí creo que me sentiría muy a gusto paseando por el camino de las encinas.

    Besos y un fuerte abrazo.

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  5. Gracias, Mari Carmen. Las encinas son unos árboles tan nuestros, que a veces no reparamos en lo bellos que son. Un beso.

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