3 de julio de 2014

Diario de medias noches


Al principio no entendía la importancia de este pequeño bollo para que encabezara todas las jornadas en los diarios de Beatriz. Me llevó muchas páginas comprender que los días en la casa de mis antepasados se clasificaban por el estado de las medias noches que la misma Teresa Solís, mi bisabuela, preparaba para merendar. Un bollo tierno y esponjoso indicaba que la vida había transcurrido con normalidad. Por el contrario, la miga seca, perteneciente a las medias noches sobrantes de la tarde anterior, era señal inequívoca de tormenta. A veces la chiquilla hacía referencia al relleno de jamón ahumado y en la hoja del día ya no aparecían las jaquecas de Teresa ni ningún otro de sus males físicos, sino algo mucho más profundo, una enfermedad interior que la llevaba a la locura y convertía la casa en algo parecido al infierno. Con el tiempo aprendí a interpretar los mensajes cifrados en los cuadernos en los que la frágil Beatriz no dejó nunca de escribir. Quizás albergaba la esperanza, siquiera sin conocerme, de que casi un siglo después, entre los trastos inútiles en el interior de un baúl, los encontrara casualmente y reconstruyera una parte de la historia familiar, tan distinta de como siempre me habían contado.

Supe que las mujeres pasaban mucho tiempo solas. Gabriel Collado, mi bisabuelo, hacía frecuentes viajes a Cuba para atender sus negocios madereros. A pesar de encomendarse a los mejores médicos Teresa no logró darle la familia numerosa que deseaba y solo quedó embarazada una vez, de la abuela Isabel. Beatriz llegó más tarde y llenó a Gabriel de alegría primero y de tristeza después, cuando la niña comenzó a enfermar.  Teresa, al saber que no tendría más hijos, había cedido ante la insistencia de su marido y la adoptaron cuando la madre murió joven tras servir en la casa durante años. Beatriz era una niña inteligente, dulce, alegre incluso cuando pasaba sus días en la cama. Era una enfermedad lenta y cruel la que se adueñaba de ella poco a poco sin que los médicos encontraran una solución. Había aprendido a vivir con esa debilidad perpetua que borraba el color de sus mejillas, pero sobre todo, aceptaba su posición en la casa como si se tratara de un pago ineludible por su orfandad, había aprendido a vivir con Teresa.

«Hoy las medias noches no estaban tiernas», escribió en su cuaderno un día cualquiera, porque eran muchos los días en que Teresa se veía aquejada por sus dolores de cabeza, especialmente cuando Gabriel volvía a España y se enzarzaban en sus discusiones. Beatriz, sin pretenderlo, era protagonista de ellas. Una mañana, siendo aún pequeña, casi al mismo tiempo que Teresa, había descubierto el secreto de mi bisabuelo: Gabriel era su padre. Ya desde mucho antes de conocer su origen la niña tenía el hábito de escribir, trivialidades al principio y con el empeoramiento de su salud, cosas cada vez más importantes. «Hoy he encontrado un poco de moho en el jamón de las medias noches», anotó una tarde en que el agotamiento se había apropiado de su cuerpo. Había dejado de tolerar muchos alimentos y los brazos y las piernas le dolían. Contaba en esa página que Teresa enloqueció aquella mañana, ya no ocultó el odio que sentía y escupió toda su rabia en forma de palabras hirientes. No fue casualidad que los primeros síntomas de la enfermedad de la muchacha aparecieran al descubrir la identidad de su padre. El rencor no solo había envenenado el alma de Teresa, también el cuerpo de la niña, pero ya era tarde, Beatriz se consumía.

Intuyo que al morir Beatriz a la edad de diecisiete años Gabriel se encontró solo y sin nada útil a lo que dedicar su vida. Le quedaba su otra hija, pero Isabel no tenía los ojos verdes por los que veía el mar tranquilo desde el Malecón en las mañanas soleadas. Esos solo eran los ojos de Beatriz, en los que cobijaba su alma atormentada durante las estancias en España. Isabel no poseía la luz interior de su hermanastra, era incluso en lo exterior una copia de su madre: nariz aguileña, barbilla puntiaguda y unos labios finos y apretados que evidenciaban una personalidad que Gabriel aborrecía. Mi bisabuelo pasó cada vez más tiempo en Cuba hasta que, después de una larga ausencia, volvió en una caja confeccionada con las maderas a las que dedicó gran parte de sus fuerzas. Dicen que murió de un tipo de tuberculosis que arrasó las Antillas en aquellos años. Beatriz y sus cuadernos ya no estaban para contarlo.

Hoy he vuelto a Castroviejo después de un año desde mi única visita a la casa de mis ancestros. He estado con Beatriz. He pedido perdón por los pecados cometidos y he dejado algunas flores en su tumba. Ha sido una conversación silenciosa mientras la pequeña Bea se entretenía en su silla de bebé con una margarita. Las medias noches las tomaré más tarde. Será en nuestra ciudad, en esa cafetería de barrio donde las hacen tan ricas, siempre tiernas.

12 comentarios:

  1. Fantástico relato, me atrapó desde la primera línea. ¡Enhorabuena!

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    1. Muchas gracias, Silvia. Me alegra mucho que te haya gustado.

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  2. Ha valido la pena esperar a que publicaras un nuevo relato pues me ha encantado. A ver si, a partir de ahora, no nos haces esperar tanto.
    Un abrazo.

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  3. Fenomenal. Maneras confirmadas. Apunta lejos. Bs

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  4. Qué historia más intensa, a dosis. Una maravilla! Haces de la angustia un bálsamo.

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  5. Me vi pasando una y otra página del diario de Beatriz. Excelente relato y me quedo con ganas de más, se que las medias noches dan para mucho más-

    Besos y un cálido abrazo.

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  6. Hermoso, intenso. Me hace pensar tanto en mi estúpida incapacidad para preguntar a mis padres y abuelos acerca de sus propias historias y las de mis antepasados. ¡Cómo duele ahora que ya es demasiado tarde!

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  7. Silvia, Lana, Josep, Fran, Karim, Mily, Anama, muchas gracias a todos por vuestra visita. Es lo que más me motiva, saber que hay personas interesadas en mis historias. Besos y abrazos.

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  8. Dulce y tierna como esos bollos de medianoche.
    Besos.

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  9. Un estupendo relato, que nos deja con ganas de ver como se fabrican las medias noches de Beatriz.
    Besitos.

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  10. Pedro, Rosa, muy agradecida por vuestra lectura. Poco sentido tendría esto si no estuvierais ahí. Un beso enorme, uno para cada uno.

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