16 de junio de 2012

Muerte de un novelista


La mañana había comenzado terriblemente calurosa. Tanto que a las diez horas el medidor ya marcaba 86 ºF y un ochenta por ciento de humedad. El viejo ventilador no daba de sí, apenas movía el denso aire del despacho y amenazaba, con sus quejas metálicas, con desprenderse del techo y caer sobre mi mesa. Agradecí no tener ninguna cita. Mi aspecto debía ser lamentable y me avergonzaba pensar en qué credibilidad ofrecería un tipo con la camisa empapada, más ocupado en despegar la corbata de su garganta y secar los litros de sudor que corrían por su cara, que en escuchar las explicaciones de su cliente. No hubo suerte. A las diez horas y veinte minutos mi secretaria irrumpió en el despacho.
                      
─Señor, aquí fuera hay una dama que dice requerir urgentemente un detective privado ─susurró Marge, con su habitual nerviosismo ante la idea de un nuevo caso.

─Explíquele que no trabajamos sin cita previa y que en este momento
estoy ocupado, pero que estaré encantado de aten…

─Le necesito ahora, señor… DiMaggio ─dijo la mujer, volteando la placa que colgaba de la puerta y apartando a Marge de su camino─. Bonito nombre, como el del jugador.

─Gracias. El famoso jugador de beisbol y yo somos parientes lejanos. Está bien, Marge, puede retirarse. Atenderé ahora a la señorita…

─Christina Faulkner, viuda reciente de William Faulkner.

─Como el novelista. Mi más sentido pésame, señora Faulkner.

─Muchas gracias. Sí, igualmente a ellos les unía un parentesco lejano. Se da además la coincidencia de que mi esposo también era escritor. Parece que tiene usted calor, señor DiMaggio.

─Y dígame, señora Faulkner, ¿qué puedo hacer por usted? ─respondí, obviando su comentario sobre mi temperatura corporal.

─Verá… ─sollozó─. Hace una semana mi esposo murió en nuestra casa de Vermont Lily. Estaba trabajando en su nueva novela. El jardinero encontró el cuerpo sobre los folios esparcidos por el suelo.

─¿Un infarto, quizás?

─No, señor DiMaggio, todo apunta a que fue asesinado. Mi esposo gozaba de una salud envidiable. Sin duda alguien le quitó la vida. La policía ─siguió diciendo ya sin rastro de lágrimas en los ojos─ trabaja en el caso, pero me temo que la investigación será lenta y yo necesito hacer algo más.

─Comprendo. Hábleme de ustedes y de otras personas que habiten en la casa, señora Faulkner.

Christina llevaba un traje negro por debajo de la rodilla, compuesto por una falda de tubo y una chaqueta entallada; en la solapa, un broche de strass con forma de araña. Sus labios lucían un rojo intenso que contrastaba con el blanco de su piel y el negro del cabello. Iba peinada a la moda, una onda de pelo le cubría casi la mitad derecha de la frente, el mismo lado sobre el que caía la discreta redecilla del tocado. Sus ojos me recordaron la gata de mi vecina Gladys, tan verdes, tan profundos, tan enigmáticos que estremecían. Los llevaba maquillados con un gusto exquisito, sin estridencias, perfilados lo justamente necesario para reforzar su mirada felina. Hablaba mucho y mientras lo hacía mostraba una actitud cada vez más lúdica, atrevida. Su voz sonaba más melosa que al inicio y de vez en cuando se mordía sensualmente el labio. En ese punto de la conversación yo ya había obtenido dos conclusiones: primera, Christina Faulkner poseía una belleza extraordinaria; segunda, era una asesina.

─Está bien, señora Faulkner, creo que ya he recopilado suficiente información por el momento. Solo una cosa: me gustaría, si fuera posible, leer la novela inconclusa de su esposo.

─Claro, señor DiMaggio, cenemos juntos esta noche y se la entregaré personalmente.

─Imposible negarse. ¿A las ocho en Gioconda's?

─Adoro ese lugar. Por cierto… ─dijo tras una breve pausa apoyando los antebrazos en el centro de la mesa─. Dado que nos vamos a ver con cierta frecuencia, puede llamarme Christina. Incluso Chris, si lo prefiere. Ciao, Joe.

Estaba muy cansado. La noche anterior había dormido poco y esa otra ya no tenía horas suficientes para que se diera una situación distinta. Después de cenar con Christina y resistir estoicamente ante sus insinuaciones, me retiré a mi apartamento y leí la novela inacabada de Faulkner hasta muy avanzada la
noche. El último párrafo decía así:

La brisa acariciaba el cabello ensortijado al tiempo que erizaba sutilmente la piel de unos brazos desnudos. Resultaba difícil sospechar su mente perversa en un cuerpo tan bello. Caminaba por el porche con un camisón semitransparente llevando a cabo su plan minuciosamente, ajena, o tal vez no, al objetivo curioso de este narrador. La mesa estaba dispuesta para tomar un delicioso desayuno en el jardín. Abrió uno de los porta velas de cerámica y sacó de él el pequeño frasco de cristal. Unas gotas de cianuro en el café negro no adulterarían su sabor y sin embargo, serían suficientemente tóxicas para provocar la muerte de quien lo bebiera. Encendió un cigarrillo y esperó.


Me pareció muy buena incluso sin final. Después de todo, yo ya lo conocía. Guardé los folios en un cajón y me sumergí en la almohada de mi cama.

Aquella tarde Christina me había citado en su casa para ponerse al día sobre el curso de la investigación. Después de mostrarme cada rincón de la residencia y facilitarme algunos datos sobre las finanzas de su marido, la tomé sobre la mesa del comedor. Christina era, además, una máquina sexual perfectamente programada.

─¿Por qué lo hiciste? ─pregunté─. No te has molestado en ocultar ninguna prueba, sabes que tus actos te llevarán a una muerte segura.

─¿Qué más da? Solo soy un personaje de ficción. No soportaba la idea de permanecer eternamente atrapada en un cuerpo plano de celulosa. Necesitaba experimentar la libertad.

─¿Harás lo mismo conmigo?

─No, Joe, lo nuestro es diferente. Fuguémonos juntos antes de que sea demasiado tarde, disfrutemos hasta que llegue el momento.

Mentía.

Christina creía ser libre fuera de la novela de Faulkner, pero lo cierto es que, dentro y fuera de ella, permanecía apresada por el perfil psicópata que su creador había decidido para ella. Yo había visto el pequeño frasco en su bolso cuando en una ocasión, días antes, lo abrió para empolvarse la nariz. No tuve más opción que esposarla. Tras dejarla en la estación de policía más cercana conduje a toda velocidad hasta el Hospital del Norte. Había bebido de un trago el whisky que Christina me había servido y el cianuro no tardaría en actuar

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Imagen: Tullius Heuer

7 comentarios:

  1. Mi querida Frida, menuda semana que llevas. Si disfruté colándome en una de las fiestas, que también organizas, ni te imaginas cómo lo estoy haciendo al leer este texto. Es un gran relato en forma, en ritmo y tan visual...

    Has logrado envolverme en su ambiente y llevarme hasta esa atmósfera que me recuerda al cine negro, de los años 40 y 50, que tanto me gusta. Y por si esto fuera poco, has introducido el tema, siempre interesante y atrayente, de los personajes que cobran vida más allá de lo escrito.

    Un buen guión remasterizado y actualizado, enhorabuena.

    Besos y miles de abrazos.

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  2. Mola. Has sido muy valiente atreviéndote con Faulkner, y encima has salido airosa.

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  3. Amiga, tienes trazas de grande. Un beso (también grande).

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  4. ¡Qué gozada! Menuda historia... La he vivido en blanco y negro con destellos de carmín. Gracias.

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  5. Es increíble que un hecho tan vulgar como el crimen se convierta en un ente tan seductor bajo la pluma diestra de quien lo narra. Felicidades por este relato.

    Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Esther. Me ha sorprendido mucho tu comentario, hace tiempo que este blog está inactivo. De hecho ya ves que este relato tiene ya algunos años y seguro que habría que retocarlo :-) Gracias de nuevo.

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