Prafolios u otros orígenes de pesares
Retiró las palabras que le habían alcanzado los ojos para
poder llegar hasta el lavabo situado al final del pasillo, sin prestar atención
a esa que se le había colado en el oído y que más tarde acabaría por perforarle
el tímpano. Frente al espejo, mientras se limpiaba la cabeza, los brazos, las
piernas y sacudía sin demasiado éxito las palabras agarradas con fuerza al
algodón de la camiseta, decidió que debía tomar medidas drásticas al respecto.
La tarde en que comenzó todo esperaba con ansia la llegada
de su prafolio nuevo. El anterior había dejado de funcionar una noche en que
las fuerzas celestes concurrieron en una tormenta feroz. El prafolio no debió
soportar el exceso de magnetismo y cambió su habitual color verde por otro
rosado antes de expulsar un humillo denso por los orificios laterales delante de
su cariacontecido propietario, así es que cuando por fin sonó el timbre aquella
tarde, Felipe saltó nervioso del sillón para aterrizar a escasos milímetros del
mensajero que portaba el paquete marrón.
Prolongó la espera unos minutos más dándose una ducha
caliente con intención de hacer el momento todavía más placentero, se sirvió
una taza de té y finalmente se sentó frente a la caja cuchillo en mano. Con la
segunda perforación comprendió que aquello no iba bien y sin terminar de abrir
la caja, cogió el teléfono dispuesto a poner a caer de un burro al primero que
respondiera a su llamada en la empresa de paquetería urgente. Mientras esperaba
que alguien descolgara el maldito teléfono imaginó su prafolio en la casa
equivocada, quizás en manos de unos niños despiadados, o tal vez muerto de risa
sobre un aparador cualquiera. La ira de Felipe se aplacó en el preciso instante
en que los ojitos negros y redondos sobrepasaron el cartón marrón, obligándole
a colgar el teléfono y a dejarlo de nuevo sobre su base.
Los primeros días en compañía de aquello le llenaron de
preocupación. Hubiera preferido recibir por error cualquier otra cosa inanimada
a la que poder buscar utilidad o incluso de la que hubiera podido desprenderse
sin ningún tipo de remordimiento y sin embargo, eso que ocupaba el rincón más
soleado de su salón, era un ser tan extraño como vivo. Preocupación porque no
tenía la menor idea de cómo cuidar de ello y trataba inútilmente de alimentarlo
a base de miga de pan empapada en leche como si de una cría de gorrión se
tratara. El bicho se encanijaba por minutos y apenas se movía de las baldosas
donde le había construido una especie de camastro, hasta que una mañana desaparecieron
las páginas enrolladas del Marca que Felipe había dejado alrededor para
delimitar su territorio en caso de que recuperara la movilidad en algún
momento. Comenzó a entender cuando, buscando una explicación, se acercó al ser
y este soltó un enorme eructo seguido de algo que se pegó al suelo y que decía
“gooool”.
Al principio Felipe disfrutó mucho de su graciosa y exótica
mascota e invitaba a sus compañeros de trabajo a merendar para que se
divirtieran viendo al pequeño bicho comer los cotilleos sobre los famosos, pero
después el ser demandó más y más páginas impresas cada día y creció hasta
alcanzar el tamaño de un san bernardo y se movía torpemente por la casa
destrozando todo aquello sobre lo que decidía descansar su pesado cuerpo.
Gozaba de un apetito voraz y no paraba de comer ni de noche ni de día y dejaba
el suelo plagado de palabras después de cada sonoro eructo. Llegó el punto en
que fue imposible dejarlo solo y el hombre tuvo que pedir una excedencia, solo
se ausentaba para comprar comida en la librería de la esquina, donde el dueño
había colocado, en el lugar más visible del local, una escultura de bronce con
la forma de su mejor cliente.
Felipe pasaba el día pendiente del bicho y limpiando las
palabras que se amontonaban por todas partes. Cuando llegaba la noche se
derrumbaba agotado sobre el sofá y entonces se acordaba del que hubiera sido su
prafolio nuevo y pensaba en lo distinta que sería su vida si el primero no
hubiera dejado de funcionar, si en lugar del bicho hubiera recibido erróneamente,
aunque hubiera sido, algo tan inservible como un casca huevos eléctrico, si
aquellos ojitos negros y redondos no le hubieran mirado con ternura. Ni
siquiera en esos momentos podía descansar como necesitaba para encarar con
suficiente energía la siguiente jornada en compañía de ese ser patán carente de
cerebro, de lógica alguna en sus acciones, porque el bicho no cesaba su
actividad durante la noche y Felipe había aprendido a dormir con un ojo cerrado
y el otro abierto. Además se ataba al tobillo un cordel que le conectaba al
monstruo come letras por si este se agitaba más de la cuenta. Y así pasaban las
semanas y los meses y Felipe se consumía mientras el bicho seguía engordando y
ya no solo eructaba, sino que, víctima de la gula, a veces enfermaba y vomitaba
palabras viscosas y malolientes, como aquella tarde en que Felipe decidió frente
al espejo del lavabo poner fin a su pesadilla.
Salió de casa pocos minutos antes de la hora de cierre con
intención de comprar en la librería de la esquina todo lo que pudiera de Ken
Follet, Carlos Ruiz Zafón, Federico Moccia, Stephenie Meyer y otros autores
superventas. Mientras descendía en el ascensor pensó en qué podría utilizar para
aderezar los libros, debía ser una sustancia tan atractiva al paladar del bicho
como mortal. Todavía no había terminado de dar con ella cuando entró de nuevo
en el piso cargado con varios ejemplares de numerosos bestsellers y sin una
pizca de aliento. Se dejó caer en uno de los sillones y se dispuso a disfrutar
por unos minutos de uno de esos momentos insólitos en que el bicho se tomaba un
corto tiempo para dormir. Casi había caído en brazos de Morfeo también él, cuando
reparó en el espeso vaho multiforme que se elevaba un metro sobre la cabeza
del ser y en el que se podía leer con dificultad: Lo
que más nos aproxima a una persona es esa despedida, cuando acabamos
separándonos, porque el sentimiento y el juicio no quieren ya marchar juntos; y
aporreamos con violencia el muro que la naturaleza ha alzado entre ella y
nosotros*. Se acercó sigilosamente y entonces vio que la
portada que reposaba sobre el lomo escamoso era de Eutanasia: la estética del suicidio.
*Palabras atribuidas a Nietzsche
Pintura Con y contra de Wassily Kandinsky
Pintura Con y contra de Wassily Kandinsky
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