7 de julio de 2012

Prafolios u otros orígenes de pesares



Retiró las palabras que le habían alcanzado los ojos para poder llegar hasta el lavabo situado al final del pasillo, sin prestar atención a esa que se le había colado en el oído y que más tarde acabaría por perforarle el tímpano. Frente al espejo, mientras se limpiaba la cabeza, los brazos, las piernas y sacudía sin demasiado éxito las palabras agarradas con fuerza al algodón de la camiseta, decidió que debía tomar medidas drásticas al respecto.

La tarde en que comenzó todo esperaba con ansia la llegada de su prafolio nuevo. El anterior había dejado de funcionar una noche en que las fuerzas celestes concurrieron en una tormenta feroz. El prafolio no debió soportar el exceso de magnetismo y cambió su habitual color verde por otro rosado antes de expulsar un humillo denso por los orificios laterales delante de su cariacontecido propietario, así es que cuando por fin sonó el timbre aquella tarde, Felipe saltó nervioso del sillón para aterrizar a escasos milímetros del mensajero que portaba el paquete marrón.

Prolongó la espera unos minutos más dándose una ducha caliente con intención de hacer el momento todavía más placentero, se sirvió una taza de té y finalmente se sentó frente a la caja cuchillo en mano. Con la segunda perforación comprendió que aquello no iba bien y sin terminar de abrir la caja, cogió el teléfono dispuesto a poner a caer de un burro al primero que respondiera a su llamada en la empresa de paquetería urgente. Mientras esperaba que alguien descolgara el maldito teléfono imaginó su prafolio en la casa equivocada, quizás en manos de unos niños despiadados, o tal vez muerto de risa sobre un aparador cualquiera. La ira de Felipe se aplacó en el preciso instante en que los ojitos negros y redondos sobrepasaron el cartón marrón, obligándole a colgar el teléfono y a dejarlo de nuevo sobre su base.

Los primeros días en compañía de aquello le llenaron de preocupación. Hubiera preferido recibir por error cualquier otra cosa inanimada a la que poder buscar utilidad o incluso de la que hubiera podido desprenderse sin ningún tipo de remordimiento y sin embargo, eso que ocupaba el rincón más soleado de su salón, era un ser tan extraño como vivo. Preocupación porque no tenía la menor idea de cómo cuidar de ello y trataba inútilmente de alimentarlo a base de miga de pan empapada en leche como si de una cría de gorrión se tratara. El bicho se encanijaba por minutos y apenas se movía de las baldosas donde le había construido una especie de camastro, hasta que una mañana desaparecieron las páginas enrolladas del Marca que Felipe había dejado alrededor para delimitar su territorio en caso de que recuperara la movilidad en algún momento. Comenzó a entender cuando, buscando una explicación, se acercó al ser y este soltó un enorme eructo seguido de algo que se pegó al suelo y que decía “gooool”.

Al principio Felipe disfrutó mucho de su graciosa y exótica mascota e invitaba a sus compañeros de trabajo a merendar para que se divirtieran viendo al pequeño bicho comer los cotilleos sobre los famosos, pero después el ser demandó más y más páginas impresas cada día y creció hasta alcanzar el tamaño de un san bernardo y se movía torpemente por la casa destrozando todo aquello sobre lo que decidía descansar su pesado cuerpo. Gozaba de un apetito voraz y no paraba de comer ni de noche ni de día y dejaba el suelo plagado de palabras después de cada sonoro eructo. Llegó el punto en que fue imposible dejarlo solo y el hombre tuvo que pedir una excedencia, solo se ausentaba para comprar comida en la librería de la esquina, donde el dueño había colocado, en el lugar más visible del local, una escultura de bronce con la forma de su mejor cliente.

Felipe pasaba el día pendiente del bicho y limpiando las palabras que se amontonaban por todas partes. Cuando llegaba la noche se derrumbaba agotado sobre el sofá y entonces se acordaba del que hubiera sido su prafolio nuevo y pensaba en lo distinta que sería su vida si el primero no hubiera dejado de funcionar, si en lugar del bicho hubiera recibido erróneamente, aunque hubiera sido, algo tan inservible como un casca huevos eléctrico, si aquellos ojitos negros y redondos no le hubieran mirado con ternura. Ni siquiera en esos momentos podía descansar como necesitaba para encarar con suficiente energía la siguiente jornada en compañía de ese ser patán carente de cerebro, de lógica alguna en sus acciones, porque el bicho no cesaba su actividad durante la noche y Felipe había aprendido a dormir con un ojo cerrado y el otro abierto. Además se ataba al tobillo un cordel que le conectaba al monstruo come letras por si este se agitaba más de la cuenta. Y así pasaban las semanas y los meses y Felipe se consumía mientras el bicho seguía engordando y ya no solo eructaba, sino que, víctima de la gula, a veces enfermaba y vomitaba palabras viscosas y malolientes, como aquella tarde en que Felipe decidió frente al espejo del lavabo poner fin a su pesadilla.

Salió de casa pocos minutos antes de la hora de cierre con intención de comprar en la librería de la esquina todo lo que pudiera de Ken Follet, Carlos Ruiz Zafón, Federico Moccia, Stephenie Meyer y otros autores superventas. Mientras descendía en el ascensor pensó en qué podría utilizar para aderezar los libros, debía ser una sustancia tan atractiva al paladar del bicho como mortal. Todavía no había terminado de dar con ella cuando entró de nuevo en el piso cargado con varios ejemplares de numerosos bestsellers y sin una pizca de aliento. Se dejó caer en uno de los sillones y se dispuso a disfrutar por unos minutos de uno de esos momentos insólitos en que el bicho se tomaba un corto tiempo para dormir. Casi había caído en brazos de Morfeo también él, cuando reparó en el espeso vaho multiforme que se elevaba un metro sobre la cabeza del ser y en el que se podía leer con dificultad: Lo que más nos aproxima a una persona es esa despedida, cuando acabamos separándonos, porque el sentimiento y el juicio no quieren ya marchar juntos; y aporreamos con violencia el muro que la naturaleza ha alzado entre ella y nosotros*. Se acercó sigilosamente y entonces vio que la portada que reposaba sobre el lomo escamoso era de Eutanasia: la estética del suicidio.

*Palabras atribuidas a Nietzsche

Pintura Con y contra de Wassily Kandinsky

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