Viaje a Santa Marta
Tenía tantas ganas de hacer un gran viaje… a un lugar
lejano, de esos que no se olvidan jamás aunque se te estropee la cámara de
fotos, porque los paisajes y las vivencias quedan grabados para siempre en la
retina y en el cerebro.
Las chicas ya son grandes, hacen su vida y no nos necesitan.
No hay mejor premio para unos padres que ver cómo sus hijos se hacen
autosuficientes y alargan cada vez más el hilo que les une a ellos, por muy
grande que sea el nudo en la garganta por las ausencias. Es un sentimiento tan
natural como contradictorio. Por un lado está la preocupación que aparece nada
más entonar su primer llanto en el paritorio y de la que ya nunca te desprendes
y, por otro, esa satisfacción por el trabajo bien hecho, por la misión cumplida,
aunque la sombra de la duda y la equivocación haya planeado sobre tu cabeza en
muchas ocasiones.
Además está Luis.
Desde que se prejubiló tenemos todo el tiempo para nosotros, para cuidarnos,
para mimarnos el uno al otro, para hacer juntos esas cosas que las obligaciones
del pasado nos impedían hacer. La mayoría de las veces esas cosas son muy
pequeñas, tanto que corren el riesgo de pasar desapercibidas para quienes viven
deprisa, no para nosotros, que hemos aprendido a parar nuestros relojes y a vivir
cada segundo como si fuera toda una vida. Y ya no sentimos la necesidad de
acabar nuestros acercamientos en el dormitorio, casi siempre nos basta con una
mirada, a veces cómplice, siempre tierna, o con una caricia al retirar de la
cara del otro ese mechón de pelo rebelde que se escapa de su sitio.
Podría decirse que tenemos todo a favor para el gran viaje.
Ya he terminado de preparar la bolsa con todo lo necesario,
creo que no habré olvidado nada, el camisón de seda que me regalaron las chicas
por mi cumpleaños es lo primero que he guardado. Recorro muy despacio la casa
revisando puertas y ventanas, persianas y cortinas, intentando capturar y
retener cada imagen, cada rincón, es un viaje con la vuelta abierta que no
sabemos con seguridad cuándo acabará. Estoy algo nerviosa, lo justo, porque con
los años también se aprende a mantener la calma en los momentos especiales. Los
nervios no son buenos para nada, dice Luis a las chicas, que andan siempre
corriendo de un lado para otro, del trabajo a la peluquería, de la peluquería
al súper, del súper a casa, de casa a la cita con sus amigos… con tanto ímpetu
que cada cosa que hacen parece una cuestión de vida o muerte. Son jóvenes, ya
pararán un poco, le respondo yo, a sabiendas que hay un tiempo para todo. Hoy
han venido pronto, están abajo esperando, con sus parejas, no querían perderse
la ocasión y los cuatro se han empeñado en seguirnos en el coche de Virginia.
Vuelvo a la habitación y me siento en la cama a esperar,
estoy muy cansada. En los últimos meses el cansancio ha ganado terreno hasta
convertirse en mi más fiel compañero, por delante de Luis, quien no me deja
sola ni un segundo. No siempre ha sido así, al principio era muy llevadero y
nos dejaba hacer una vida normal de pareja recién retirada, pero ahora forma
parte de mí, como los huesos y la piel, y lo siento incluso cuando duermo. Es
ambicioso y sé que continuaría su paso firme y poderoso hasta atarme a la cama
noche y día, si la mágica llamada de teléfono de esta mañana no se lo hubiera
impedido. Luis toma mi mano y me dice que ya ha llegado la ambulancia. Sin
darme cuenta hasta ahora, las flores moradas del edredón han sido testigo mudo
de todos mis pensamientos y por eso las acaricio agradecida antes de
incorporarme. Lentamente, porque el cansancio se resiste a abandonar,
emprendemos nuestro viaje a la Clínica Santa Marta donde un corazón nuevo me
espera. No habrá paisajes inolvidables ni playas paradisiacas, pero sin duda,
será el viaje más importante de mi vida.
Me gusta Frida, es muy emotivo.
ResponderEliminarBesos.
Yolanda.
Querida Frida:
ResponderEliminarYa sabes cuanto me gustó este relato tuyo cuando lo leí en Globaltales. Y, cuanto más lo leo, más me gusta.
Un beso salado desde el Atlántico.