La madame
Nuestro amor era penetrante y
silencioso. Se materializaba en forma de sexo mudo, solo a veces acompañado de gemidos
casi inaudibles que asomaban tímidos a las gargantas. No me eligió por ser la
más bonita ni la más joven, al contrario. Hacía mucho que mi cuerpo presentaba los
signos inequívocos del paso de los años y de tantos servicios en la profesión. En
aquel tiempo centraba mi actividad en la gestión del negocio heredado de mi
madre, pero Martin era distinto a todos los demás y lo que empezó siendo una
excepción pronto se convirtió en una llovizna pertinaz que me caló hasta los
huesos.
Martin era un ser melancólico. Aparecía
sin avisar, con su camisa abierta hasta el ombligo y su barba de varios días, un
aspecto poco habitual entre los descendientes de los colonos. Si me encontraba
de espaldas frente al tocador se aproximaba por detrás y me besaba la nuca. Me
giraba y atraía mi cabeza hacia su vientre con los dedos enredados en mi pelo;
si me encontraba descansando sobre la cama se tumbaba junto a mí y pegaba su
mejilla a mi pecho. De una u otra forma así permanecíamos varios minutos,
sumergidos en la inmovilidad. Tan solo a veces, cuando se iba, intercambiábamos
nuestras únicas palabras: «¿Por qué yo?» le preguntaba. «Porque callas, porque
siempre sabes lo que hacer». Después se perdía sigilosamente, hasta que otro
día indeterminado aparecía y repetíamos nuestro ritual.
Decía un novelista que conocí que
cuando algo sucede, desde el momento en que empieza a suceder, nada puede
volver a ser lo mismo. Lo que sucedió se llamaba Lily. Su belleza lánguida y
sosegada encandilaba a los clientes. Todo en ella era menudo y aunque no era la
chica más joven del burdel, su sonrisa inocente, sus pechos pequeños casi
infantiles, sus caderas como a medio formar, atraían a los hombres de uno y
otro lado del lago. El negocio prosperó mucho con su llegada y pude enviar importantes
sumas de dinero a mi hija, quien entonces vivía en Europa junto a su padre.
Todo iba bien. Hasta que él se enamoró de Lily.
Martin espació las visitas a mi
alcoba cada vez más hasta que dejaron de existir. Intuí desde el principio que
se encontraban a escondidas y una noche los vi. La imagen de sus cuerpos
enlazados en el porche trasero me persiguió durante meses. De nada me sirvió la
experiencia acumulada por el trato con hombres de toda condición, el saber cómo
funcionan sus mentes. Los celos me devoraban. Después de tantos años las
pasiones más primarias habían quedado al descubierto y no sabía cómo manejarlas.
A eso nadie me había enseñado.
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Imagen: Mujer frente al espejo (Miklos Mihalovits).